Euskadi: los argumentos de la violencia
En un artículo recientemente publicado en estas mismas páginas -excelente como suelen ser los suyos-, Jacobo Timermann habló de "la soberbia de la violencia". Establecía con lúcido coraje el periodista argentino que no sólo deben averiguarse hasta el límite las responsabilidades criminales de los militares torturadores y asesinos (sin dejarse persuadir por las voces que empiezan ya a denunciar exceso de celo en tan justa indagación, como si el abominable hecho de varias decenas de millares de ciudadanos masacrados no mereciese más que una sanción discreta y superficial), sino meditar también sobre las de los terroristas montoneros, cuyas provocaciones sanguinarias terminaron desatando la de todos modos injustificable saña de la bestia que dormitaba en los cuarteles. Respecto a los montoneros, resaltaba Timermann su parentesco con la ideología fascista del culto al testimonio supremo y autoglorificante de la muerte heroica como definitivo argumento de insobornable radicalidad política. Tal es el tristemente conocido lema de la violencia arrogante: somos los únicos auténticos revolucionarios porque estamos dispuestos a morir y matar (o, mejor, a matar y, si no hay más remedio, morir) por tales o cuales ideas liberadoras. Los demás pactan, se arrugan, no llegan al fondo. El fondo es precisamente la muerte misma; pero no fueron los montoneros quienes lo alcanzaron en todo su nauseabundo horror, sino los bárbaros verdugos uniformados a los que sirvieron de coartada y espoleta.En Euskadi vivimos, y no precisamente desde ayer, en plena soberbia de la violencia. Ojalá los vascos no tengamos nunca que hacer un balance retrospectivo como el propuesto por Timermann; ojalá nunca llegue el día en el que quienes no tienen ahora fuerza moral para condenar al terrorismo etarra vean su país literalmente descuartizado por la represión atroz en que culmina la táctica de cuanto peor, mejor, y que los que comprenden los crímenes de la guerra sucia no tengan que llegar a desenterrar cadáveres de niños con las manos cortadas y un tiro en la nuca. Se habrá llegado entonces al fondo revolucionario y militarmente heroico del problema histórico plantado: la tarea de los supervivientes será -como hoy en Argentina- volver a trepar desde ese pozo hasta la superficie democrática y transaccional de la que nunca se debió caer.
Los, recientes asesinatos cometidos por ese grupo, autodenominado, GAL (colectivo en torno a cuya espontaneidad asociativa hay tantas sospechas que más bien debiera llamarse FUL) ostentan todas las repugnantes señales de la acción terrorista moderna: arrogancia exhibicionista, eficacia, funcional de buenos ejecutivos/ejecutores, emboscada traidora, guiño coqueto a la Prensa, intención de utilizar a su favor la razón de Estado. Esos asesinos podrían ser los mismos -iba a escribir "deberían ser los mismos"...- que mataron al general Quintana Lacaci o a Miguel Solaun. Y, en más de un sentido, lo son. Por eso hay algo de política y humanamente espeluznante en suponer que algún hombre público de fachada sensata pueda congratularse -no digamos ya apoyar- tales atrocidades. Y, sin embargo, cada vez que oigo al portavoz gubernamental de turno condenar al GAL me ocurre lo mismo que cuando el representante de guardia del PNV condena una acción de ETA: siempre tengo la impresión de que, por detrás, alguien se está frotando las manos. Y ese alguien probablemente no sabe que, además de un vil cómplice, es un suicida. Por eso me espantó que se dijera recientemente en Vizcaya, por labios supuestamente socialistas, que "la gente ya está harta de que todos los muertos sean del mismo lado". La gente que no se harta de que haya muertos, sino de que sean de un solo lado, no es gente, sino gentuza.
El suceso político más positivo y esperanzador de los últimos tiempos en Euskadi es la reinserción social y política de antiguos militantes de la lucha armada. En su caso no cabe hablar de arrepentimiento -y mucho menos si en tal palabra se supone implícita la delación de ex compañeros-, sino más precisamente de enmienda, en lo que ésta tiene de corrección de rumbo cuando -por ejemplo- una nave, al pasar de la borrasca a la calma, constata que ha pervertido su antiguo derrotero. Se trata del más honroso y reconciliador desenlace para la soberbia de la violencia antes mencionada: y es importante que las personas que han tenido la honradez y el valor de acogerse a esta vía no se dejen arrumbar políticamente como vencidos, sino que sigan activa y antiviolentamente en la brecha, para probar que la intervención eficaz de la izquierda no acaba -sino precisamente empieza- más allá de la boca de las metralletas. Ojalá otros muchos sigan este camino, sobre todo de los que ahora todavía no pueden permitirse ese lujo. A quienes aún dudan del carácter mafioso de ETA basta recordarles, junto a los casos de Pertur y Miguel Solaun, el de quienes hoy permanecen obligados al exilio y a la clandestinidad, muy a su pesar, porque la Mano Negra no perdona...
Pero lo más asombroso del contexto en el que se despliega la arrogancia de la violencia en Euskadi es que a estas alturas del curso todavía haya personas honradas e intelectualmente adultas (de izquierdas y -¡ojo!- de derechas) que no se consideren con fuerza moral para rechazar al ejército terrorista. Lo curioso es que, por lo general, en privado no aprueban ninguna de sus actuaciones concretas, pero aceptan, "dadas las circunstancias", la existencia misma de la lucha armada. Las razones de tal aceptación a esta "inevitable aunque triste" exigencia histórica suelen pertenecer a una o a varias de estas tres rúbricas: a) existencia en Euskadi de torturas, presos políticos, exiliados o refugiados..., y también de paro, despidos salvajes, explotación capitalista, etcétera; b) el pueblo de Euskadi, cuya vanguardia armada es ETA, lucha por sus libertades nacionales; c) por el parlamentarismo burgués no se llega a ninguna parte y la revolución hay que hacerla con las armas en la mano. Examinemos más de cerca estas tres legitimaciones de la intervención terrorista.
La tercera de las coartadas (c) es tan minoritaria que no requiere un análisis demasiado detenido. Si no existieran a y b jamás movería más que a unos pocos tradicionalistas que siguen opinando que no hay otro desenlace para la lucha de clases que la guerra civil, como quien cree aún en la tierra plana o quienes niegan todavía el evolucionismo. No son más numerosos en Euskadi que en otras partes del planeta, y desde luego no bastan para sustentar un fenómeno de la envergadura de ETA. En cuanto al primer argumento (a), su circularidad es evidente: salvo para mentalidades infectadas de ese simplismo vengativo llamado razón de Estado, no es más ética ni políticamente lógico justificar el terrorismo porque aún hay tortura que excusar la tortura porque aún hay terrorismo. No hay que olvidar que ya hubo un momento de general amnistía política, con los presos en la calle, los exilados en casa y la posibilidad racional de borrón y cuenta nueva en cuanto a un capítulo sangriento de la historia de Euskadi. Pero a ETA no le convino ese desenlace y continuó de inmediato su siniestra tarea. Es evidente que no es la represión política la que genera los presos y exilados, sino la lucha armada: si no fuera por ésta, que necesita el autotestimonio instituyente de mártires y rehenes, el número de presos y exilados vascos no tendría por qué ser mayor que el de andaluces, extremeños o cualquier otro grupo social de nuestro conflictivo e injusto orden capitalista. Mucho esgrimir la desventurada suerte de los encarcelados y desterrados, pero se amenaza e incluso se asesina a quienes buscan una vía política para salir de la cárcel o del exilio... En cuanto a la existencia en Euskadi -evidente y fuera de toda duda- de graves conflictos socioeconómicos, quisiera que alguien pudiera señalar algún caso en la historia reciente del terrorismo europeo donde la acción armada haya logrado alguna mejora efectiva de la suerte de los oprimidos. Francamente, para creer que ETA es algo así como el séptimo de caballería del proletariado hay que ser medio iluso o un mili de salón de ese gochismo madrileño que compensa el masoquismo de su resentimiento con el sadismo de sus entusiasmos...
Queda la razón b, la única que resulta convincente para una amplia clientela: el pueblo vasco lucha por sus libertades y ETA, con abusos y errores, sigue constituyendo su vanguardia armada. Lo inasible de la noción de pueblo (lugar común justificatorio de cualquier tiranía, añadiéndole connotaciones étnicas y nacionales -los fascismos- o socialmente redentoras -los comunismos autoritarios-) cobra particular relevancia en Euskadi. Desde que Rousseau estableció su lamentable distinción entre voluntad general y voluntad de todos, sabemos que dos o tres personas pueden ser realmente el pueblo frente a los cinco o seis millones de bandoleros que constituyen la oligarquía reaccionaria. En Euskadi todos los candidatos políticos tienen línea directa y prioritaria con el pueblo y saben que el pueblo es simultáneamente pacífico y combativo, dialogante e intransigente, está harto de terrorismo y harto de guerra sucia represión, quiere más trabajo y más justicia, etcétera. En líneas generales, digamos que el pueblo es el conjunto de quienes están dispuestos a secundar a un determinado líder contra las turbias maniobras de sus competidores en la conquista del poder. Bueno, ya tenemos al pueblo; ahora resulta que lucha por sus libertades y hasta diríamos que sólo es pueblo si lucha por sus libertades. ¿Que libertades? Es evidente que en Euskadi no se dan plenamente las auténticas libertades democráticas, como tampoco en Murcia, Baleares, Galicia o Madrid: sometida a unos muy precisos condicionamientos económicos y al dominio de la lógica militar del Estado, la democracia es un proyecto de transparencia administrativa, participación plena y autocorrección del poder siempre en vías de realización. La violencia militar (sea reaccionaria o subversiva) contribuirá a la aceleración de este proceso en la misma medida que la ingestión de una botella de brandy diaria suele servir para mejorar pronto del todo a un enfermo de cirrosis. Pero, se dirá, es que las libertades a las que el pueblo vasco aspira no son las libertades demo- Pasa a la página 12 Viene de la página 11 cráticas sin más, sino las libertades nacionales que se le han escamoteado. Seamos serios: que la conciencia nacional del pueblo vasco ha sido reprimida y martirizada durante años es indudable, pero ¿hay ahora, en 1984, falta de libertades nacionales en Euskadi? No me refiero a si ciertas competencias administrativas han sido o no transferidas, ni si debiera aumentarse la subvención a las ikastolas o si sería conveniente que todas las funciones de orden público recayesen sobre la Ertzainza. Lo que pregunto es si hoy el euskera está prohibido y perseguido, si se detiene a quien exhibe una ikurriña, si alguna muestra cultural o folklórica de la identidad vasca está proscrita, si uno -en una palabra- no puede manifestarse como euskaldún en Euskadi sin riesgo de cárcel o marginación. Lo que pregunto es si los vascos no pueden elegir a representantes vascos -de cualquier signo, incluido el más radical- para que los representen en las desde luego imperfectas instituciones públicas. Pregunto, por último, si no es verdad que es mucho más patente la presencia de Ajuria Enea que la de la Moncloa en la configuración a veces demasiado monocroma de la vida oficial y cotidiana en Euskadi. Creo que puede hablarse de cicaterías, arbitrariedades y bobas arrogancias simbólicas del Gobierno central respecto a Euskadi, pero nada que justifique ni de lejos una lucha de liberación nacional, cuya sombra tiñe de épica alucinatoria hasta los planteamientos de los políticos nacionalistas más conservadores.
Queda, claro está, el escabroso asunto de la independencia. No hay por qué escandalizarse ante la palabreja: se trata, ni más ni menos, que de un problema político, con tantas gradaciones" matices, dificultades y compensaciones como otros muchos. Lo malo es que funciona como un mito, una idea-fuerza de rango prestigiosamente indiscutible, aunque ni más ni menos mito que la "unidad sagrada de la patria", por ejemplo. No hay nada de natural ni de supernatural o irrevocable ni en Euskadi, ni en España, ni en ninguna otra comunidad humana de forma estatal. Se supone que son la conveniencia racional y la prudencia política las que deberían legitimar tales instituciones, pero lo que normalmente funciona es la más arrebatada mitología. Y en esa zona de vaguedades y relámpagos todo el mundo tiene su poco de razón (con un poco le basta, para qué más): Txomin Ziluaga, que cada vez que baja de Pancorbo se considera en tierra de infieles extranjeros, y Fraga, que cuando pisa Bilbao se afirma en la periferia norte de lo que queda del imperio donde no se ponía el sol... No es fácil precisar qué cosa sea eso de la independencia ni si se trata de reinventar el futuro o de recuperar el pasado; aunque en este caso es bueno recordar lo dicho por Coleridge: "¿Qué es el futuro sino la imagen del pasado, proyectada en la niebla de lo desconocido y vista con un aura luminosa sobre la cabeza?". De todas formas, los que consideramos muy probable una Europa cada vez más internacional por arriba y más federal por abajo, no sentimos particular espanto ante estas reclamaciones. De momento, puede constatarse que ese mito voceado, su surrado o sobreentendido de la independencia funciona como la denuncia de colonialismo imperialista en muchos países del Tercer Mundo: a saber, como coartada para la incompetencia administrativa y la corrupción de los políticos locales., Por lo visto, la independencia traerá todo lo bueno para todos, como antes se su ponía que ocurriría con la revolución.
En cualquier caso, los únicos avances imaginables independentistas, federalistas o como quieran, llamarse, lo son sólo por vía política: en cuanto se plantean como resultado de una victoria militar empieza a olerse la tragedia. Suponer que un día desfilarán por la avenida Donostiarra los gudaris victoriosos, la comuna independiente se instalará en Ajuria-Enea y comenzará a prepararse la primera guerra del nuevo Estado (todos las necesitan, ya se sabe); es decir, la conquista de Navarra por Albania será para unos un sueño, y para otros una pesadilla, pero en cualquier caso puede ser fatal acariciarlo como un proyecto político realizable. Y quienes no creen en tal sueño pero consienten en que se crea o dejan creer son casi peores que los iluminados belicosos que lo inventaron. En resumen, la violencia de unos y de otros en Euskadi se apoya en lo que podríamos llamar el síndrome de Malta: ambos bandos quieren ganar por doce a uno. Y eso no es posible. Hay que ir por el modesto dos/uno o incluso por el mondo y lirondó empate. Cuando alguien gana doce a uno ya sabemos que la cosa suena a inocentada o a barbaridad.
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