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Tribuna:Luto en el Kremlin
Tribuna
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Yuri Andropov, el criptoliberal que murió antes de serlo

La fe de Occidente es inagotable. Su compulsión para atisbar, discernir, dibujar cambios y trazar cartas náuticas del futuro, con frecuencia sobre la base de endebles materiales, se pone especialmente de relieve cuando se enfrenta al misterio, al burocratismo, a la impermeable solidez del sistema político de la Unión Soviética. En las semanas siguientes al nombramiento de Yuri Andropov, en noviembre de 1982, el grueso de la Prensa occidental y los círculos diplomáticos en Moscú acreditaron la teoría de que el nuevo señor de todas las Rusias era poco menos que la gran esperanza blanca.Andropov vendía un tipo de imagen que quería ser enérgicamente distinta de todo lo conocido en los anales de la kremlinología. El lenguaje del líder soviético se presentaba ante la exégesis curiosamente desideologizado, enemigo de la antigua retórica, muy pie a tierra, sin floración de eslóganes, avaro de promesas. Era el lenguaje de un intelectual, al igual que el de Breznev era el de un oso panda abrupto y adormecido, y el de Jruschov, el de un campesino súbitamente rebotado a mucho más.

Un cierto tipo de leyenda se difundía con celeridad. Andropov era un hombre de lecturas que conocía bien la lengua inglesa, tenía una excelente colección de música de jazz, escuchaba con frecuencia las emisiones de La Voz de América y, si bien había servido durante 15 años en la jefatura del KGB, su función en la misma había sido política, sin que le rebajara a la brutalidad directa y psiquiátrica de la represión. Brevemente, Andropov era un criptoliberal aficionado a las artes: no en balde había protegido el teatro Taganka de Liubimov, el más contestatario de toda la rica escena soviética, y protegido la apertura de una exposición de pintura no oficialista en la calle de Malaya-Gruzinskaya de Moscú. En pocas semanas se difundía también en Occidente la nueva disposición de Andropov por poner al país a trabajar, hacer limpieza expedita de la corrupción, rejuvenecer las líneas, de mando, dar el asalto al letargo de la nomenklatura y negociar con un presidente norteamericano en posición de intencionada fuerza, pero en un tú a tú no exento de la comprensión propia del trato entre consumados profesionales.

Paralelamente, sin embargo, existía una política moscovita perfectamente madurada, totalmente independiente en su continuidad de la personalidad de uno u otro Andropov en el poder, y una comprensión en Washington, igual de ajena a las dotes artísticas del hombre de la Casa Blanca, de lo que significaba esa línea de fuerza que partía del Kremlin.

Como ha escrito Noam Chomsky, la doble apuesta norteamericano-soviética de los años ochenta es la de si la distensión es divisible o indivisible. Moscú pugna, apoyándose en una presunta necesidad de independencia de la Europa occidental, en que la primera es divisible, o, lo que es lo mismo, que las naciones del oeste europeo pueden disociarse del abrazo de Washington para negociar en orden disperso con el Kremlin. Comprensiblemente, lo que podríamos llamar línea clásica del pensamiento político norteamericano sostiene que la distensión no puede ser divisible y el objetivo prioritario el de cerrar filas en la Alianza Atlántica, para demostrar que la negociación no puede ser nunca de uno a uno. La crisis de los euromisiles, con la necesidad de que los aliados de Washington se ericen de misiles Pershing y de crucero apuntados a Moscú, no es sino la gran prueba de fuerza de las multiplicaciones o divisiones de la distensión.

Aunque no, esté muy claro que Ronald Reagan llegara a proftindizar en los puntos más sutiles de esta argumentación, lo cierto es que a comienzos de 1983 el presidente norteamericano pronunciaba un discurso-sermón ante una audiencia evangélica en Florida en el que calificaba a la Unión Saviética de "foco del mal en el mundo moderno", ejemplo antonomásico del "pecado y el mal que las Escrituras y Nuestro Seflor Jesucristo nos exaltan a combatir con todas nuestras fuerzas". Era la letra que precisaba la música de la crisis de los mísiles.

El 'encantamiento' de Occidente

Así, en los meses siguientes de 1983 se desvanecería, como una pompa de jabón, el encantamiento Andropov. La misma Unión Soviética que no había visto con demasiado espanto la elección de Reagan, pensando que con él volvería la claridad de pensamiento de la época Nixon-Kissinger, atacaba al presidente como no lo había hecho ni con Carter al hablar Andropov de "las obscenidades alternadas con un hipócrita sermoneo" que brotaban de la Casa Blanca. El derribo del avión de línea, surcoreano en el espacio aéreo soviético el 1 de septiembre pasado sería una espléndida oportunidad para rematar una operación que, con la gravísima situación en Oriente Próximo, resulta hoy aún más ominosa.

Durante todo 1983, lo terrible de las relaciones entre EE UU y la URSS no ha sido tanto su deterioro como la total incomunicación entre el presidente Reagan y Yuri Andropov. El propio presidente norteamericano se confesaba, en una entrevista publicada el mes pasado, totalmente desconocedor de la personalidad de su paralelo soviético, y dubitativo sobre la realidad y la profundidad de su dominio de las palancas del poder en el Kremlin.

El hecho de que Andropov permaneciera gravemente enfermo desde el 18 de agosto, alejado de un ejercicio directo del poder; el que en los catorce meses y pico de su mandato se apuntaran intenciones, pero apenas se materializaran más que abocetados nombramientos, y el hecho de que cuando se produjo su elección no podía ignorarse en la vierkuchka -la cumbre- del podersoviéticó que estaba enfermo, hacen irrelevantes todas las disquisiciones occidentales, tanto las que presentaban al líder fallecido como un autócrata ilustrado como las que pretendieron cargarle el muerto del avión surcoreano.

Andropov ha sido un líder de transición no sólo por lo irrefutable de su muerte, sino, probablemente, porque así se entendió su nombramiento desde un principio, compromiso entre la gerontocracia y las nuevas generaciones. La designación de su sucesor puede indicarnos si sigue triunfando en el Kremlin la idea del transicionalismo o la de la experimentación. Un interregno, como el de Malenkov a la muerte de Stalin, ha concluido. No sabemos todavía si estamos al borde de una nueva era, como las de Stalin, Jruschov o Breznev; pero, en cualquier caso, la forma de la distensión es lo que está en juego. Aunque Andropov leyera perfectamente en inglés y secretamente lamentara no poder sonreír más a menudo.

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