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LA LIDIA

El circo romano de Valdemorillo

"Con su permiso, señor presidente", brindaban los jovencísimos espadas, alumnos de la Escuela de Tauromaquia, como es uso, y no lo hacían con propiedad. Más procedía decir: Morituri te salutam. Pues lo que les esperaba, fieras corrupias poseídas de esquizofrenia asesina, era de circo romano.Valdemorillo, que ardía en fiestas, y era una alegría de risas, charangas y buen beber al principio del "magno acontecimiento taurino" -que anunciaban los carteles-, convirtió su plaza portátil en circo romano. La convirtió tan pronto empezaron a saltar a la arena los novillos jaboneros, grandones, corpulentos, apabullantes, rápidos como el rayo, más rabiosos que fieros, berreones, mordedores, presta el asta para hincarla a lo que se moviera, y si venía a cuento, arrojarla cual cuchillo de indio comanche.

Plaza de Valdemorillo

6 de febrero. Tercer festejo de feria.Novillos de Samuel de Paz, grandes, duros, broncos y peligrosos. Andrés Caballero. Oreja, dos orejas y oreja. José Antonio Carretero. Vuelta y oreja. Moreno Cruz. Palmas. Pasó a la enfermería, donde fue asistido de puntazos y fuertes contusiones.

Semejante vendabal de peli gros y espantos habría amilana do, con razón, a cualquier torero de los escalafones profesionales pero los chicos de la Escuela de Tauromaquia están hechos de materia especial, los han mentalizado para vencer o morir. Y si salían por los aires o estrellados contra las tablas, lo que ocurrió con frecuencia, volvían a la cara del jabonero loco "sin mirarse siquiera", le citaban de nuevo, y querían pasárselo por la faja aunque estaba claro que de la embestida no podía resultar nada bueno, sino malo; desde el batacazo, el pisotón y el mordisco, hasta quizá la cornada.

El segundo de la tarde arrolló en banderillas a José Antonio Carretero, le zarandeó de pitón a pitón, le arrojó bajo el estribo y allí le tiró cien furiosos derrotes. Del callejón saltó gente a salvar al torero y algunos también resultaron revolcados.

El tercero repitió la salvajada con Moreno Cruz, que luego recibiría más volteretas y tuvo que pasar a la enfermería. Pero antes mató al toro, que no quería morirse, ni nada. Llevaba el diabólico jabonero todo el estoque hundido en el morrillo, y como si en lugar de hierro letal le hubiesen dado vitaminas, seguía galopando, arrollando, corneando, escupiendo, blasfemando, el muy endino.

Ese jabonero daba todos los síntomas de estar toreado, y sus hermanos también. Ni Joselito el Gallo habría conseguido dominar semejante colección de orates cornudos y, naturalmente, no iban la hacerlo los chiquillos de la Escuela de Tauromaquia. Pero estos tienen casta, conocen los fundamentos de la técnica, y la aplicaban como podían. Andrés Caballero, que encabezaba la terna, fue el campeón de la lucha. Se doblaba por bajo, se fajaba, no renunciaba jamás a torear, y aquél desigual duelo resultaba ser un espectáculo de primera magnitud.

Es un atleta Andrés Caballero. Banderilleaba ganando las arrancadas de la fiera, que eran como las de un tren expreso cuesta abajo; reunía en la cara, clavaba de arriba abajo, en todo lo alto, y a la salida del par, necesariamente a la carrera para escapar de la mala bestia, brincaba las tablas limpiamente, lo mismo de frente que al biés, y hasta una vez hubo de encaramarse al andamiaje que sujeta el burladero, donde improvisó un brillante ejercicio de barra, que debería tener en cuenta quien haga la leva para la Olimpiada de Los Ángeles.

Salvo disfrazarse de lagarterana o el sacrificio, nada era posible con los novillos jaboneros veloces, duros, rabiosos y perversos, que necesitaban puyazo de picador avieso, tanto o más que los torostoros en corrida de tronío.

Morituri te salutam, debieron brindar los tres aventajados colegiales. Quizá no sea del todo negativo que les encerraran con esa manada de alimañas, pues alguna les puede salir cuando se profesionalicen, y deben estar preparados. Pero como se repita mucho la operación, los van a convertir en legionarios del toreo, y para tal función no hay puestos libres: los ocupa todos en propiedad Raúl Sánchez.

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