Carnaval entre ladrillos
La villana, de Romero y Fernandez Shaw, para una partitura de Amadeo Vives, es una forma azarzuelada del Peribáñez, de Lope; desaparece o se atenúa la tensión social, la propaganda del poder real único unido con el pueblo sobre la nobleza feudal y se centra sobre el motivo eterno del género: una cuestión de fondo entre el barítono y el tenor por la lozanía de la típle. (Hay un estudio sobre esta adaptación de María José Izquierdo Alberca, publicado por la Fundación March). Los libretistas redujeron ya el original, luego su propio texto, que el tiempo posterior encogió más; la dirección de ahora lo limpia aún, para dejar casi la contextura de una ópera.Una de las varías ventajas que tiene esta cirugía es la de limitar a los cantantes la ardua tarea de decir los versos, para lo que no han estudiado suficientemente, y aliviar al espectador de la larga monotonía que le aguarda hasta el final feliz. A cambio hay una sobrecarga visual: el voluminoso coro está entarascado por un vestuario absurdo y, sobre todo, por unos tocados. abundantes y heterogéneos por los cuales pueden aparecer como tibetanos, panecillos, doncellas suecas de santa Lucía, modistillas francesas de santa Catalina, gorilas albinos, cocineros, huevos o fantasmas: todo ello dentro de una adivínada tendencia a unificarse en el Renacimiento italiano, entre florentino y veneciano. En ningún caso de la villa de Ocaña, que tuvo otros atuendos y otras costumbres.
Las primeras partes no están exentas de ese toque blanquecino que se bambolea al peso de la masa coral de un lado a otro del escenario, entre columnas móviles de también blancuzcos ladrillos vistos, cuya inspiración parece venir de las actuales barriadas de casas baratas. Poner en escena, hoy, La villana, parece requerir un esfuerzo de huida de La villana, de que no se parezca a sí misma -en cuanto a obra de teatro, en cuanto a espectáculo-, pero parece que todavía quedan salidas con alguna dignidad estética algo mejores.
Babelia
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