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Reportaje:

El museo holandés de Eindhoven presenta en Madrid una selección de los artistas y tendencias del siglo XX

Una parte de los fondos del museo holandés Van Abbe, de Eindhoven, con obras de Appel, Bacon, Braque, Constant, Delaunay, Ernst, Fontana, Kandinsky, Klein, Kounellis, Léger, Merz, Miró, Mondrian, Picasso, Stella, Tàpies y Zadkine, entre los 58 artistas representados, forman la exposición El arte del siglo XX en un museo holandés: Eindhoven, inaugurada ayer en las salas de Ia Fundación Juan March, de Madrid (Castelló, 77). En el acto de apertura pronunció una conferencia el director del museo, Rudi H. Fuchs, quien destacó el carácter itinerante y viajero de las obras de arte.

Eindhoven no es Amsterdam ni Rotterdam, pero gracias a su Museo Van Abbe ha demostrado que una ciudad de provincias puede enorgullecerse por algo más que el pasado glorioso o la riqueza actual. El Museo Van Abbe no tiene todavía el medio siglo de existencia, pues fue fundado en 1936; aunque, debido a la segunda guerra mundial, su comienzo operativo hay que situarlo en 1946, cuando asumió la dirección del mismo Edy de Wilde, sin haber cumplido por aquel entonces 30 años. Doy todos estos datos con una sola intención: la de demostrar que con el legado de un edificio, una dotación de fondos en absoluto espectacular y poco más de 30 años de gestión eficaz se puede montar uno de los mejores museos de arte contemporáneo de: Europa.Las comparaciones son odiosas, pero, a veces, dolorosamente instructivas. El inmediato antecesor de nuestro Museo Español de Arte Contemporáneo, el llamado Museo de Arte Moderno, fue fundado en 1898 por primera vez, si no recuerdo mal. Pues bien, a pesar de las recientes y espectaculares compras, aún no tiene ninguna obra de alguno de los más destacados artistas españoles vivos.

Una buena política

¿Cuál ha sido la varita mágica de este museo? En absoluto el dinero, sino haber acudido a profesionales competentes, haber confiado en su criterio y haber sabido esperar. Y es que una buena política sí que vale oro. Saber comprar en el momento preciso puede ahorrar, de hecho, cientos de millones; y el Museo Van Abbe, que sí lo ha sabido hacer, renunciando por principio a la adquisición de obras con alta cotización en el mercado, puede enorgullecerse de poseer piezas importantes tanto de las grandes figuras de la vanguardia histórica -Picasso, Miró, Chagall, Ernst, Delaunay, Mondrian, Beckmann, Kandinski, Braque, Léger, Kokoschka, El Lissitzky o Moholy-Nagy- como de las vanguardias de posguerra, desde Dubuffet, Tàpies, Klein, Saura o Stella hasta los más recientes Immendorf, Kiefer, Richter o Penck. Por lo demás, con la sola mención de algunos de estos nombres, habrá bastado para comprender que la colección del Van Abbe, sin renunciar a las glorias locales, es decididamente cosmopolita.Pero ¿para qué insistir más sobre lo obvio? De sabios es rectificar. Así que, volviendo a la historia en sí del Van Abbe, cuya colección refleja -como ya se ha dicho- el sentido de la oportunidad, he de añadir que acusa también las particulares inclinaciones de sus sucesivos directores, afortunadamente siempre inteligentes y complementarias entre sí. De esta manera hay una coherencia de método, que sobrepasa las cuestiones de gusto desde la época de Wilde hasta la actual de Rudi Fuchs. Salta, desde luego, a la vista en la muestra que ha traído a Madrid, para después trasladar a Albacete, la Fundación Juan March, a pesar de que la selección es reducida como cabía esperar.

Un rápido recorrido por lo que ahora se expone en Madrid nos servirá de índice suficiente, máxime cuando se ha mimado el montaje; nada fácil, por cierto, tratándose de un conjunto heterogéneo.

En la primera sala nos topamos con un Chagall soberbio -El poder de la música (1918)-, junto a un Kandinski de 1910: dos Picasso, un Braque, dos Mondrian y los Zadkine, Léger, Delaunay, El Lissitzky, etcétera, serie toda ella de una misma época, sólo interrumpida por la presencia de un Constant de 1950, extraordinariamente hermoso, a pesar de sus tonos de fuerte patetismo. Pasamos a las siguientes salas no sin haber penetrado en la capilla montada para el Pronenraum, de El Lissitzky, y nos vamos encontrando otras muchas excelentes sorpresas de Miró, Dubuffet, Ernst, Bacon, Appel, etcétera, intercaladas con alguna secuencia escalofriante del tipo de la que está alineada en esa pared de Fontana, Manzoni y Klein.

Con todo, quizá lo mejor es que hay reservada una apoteosis final, consistente en una actualísima combinación de Fabro, Merz, Kounellis y Kirkeby, entre otros. Fuera, sobre la escalera, hay uno de los más impresionantes Stella que he visto y, en realidad, muchas otras piezas interesantes por doquier, que resulta ocioso enumerar.

A través de esta muestra también cabe reconocer los movimientos más representativos de las últimas vanguardias, desde el conceptual hasta el neoexpresionismo ahora de moda. Es una buena colección de arte contemporáneo, de la que podemos aprovechar esa buena lección.

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