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Tribuna
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Vuelve la lectura pública de obras de teatro

En el Museo Romántico (visítelo, tiene mucho que ganar: un caserón en la calle de San Mateo) hay un cuadro de Esquivel que se llama -o al que llaman- La lectura: un semicírculo de figuras atildadas, y terriblemente inmóviles e indiferentes, rodean a un personaje de patillas, sentado en una mesa en un escenario de teatro -al fondo, los palcos- que lee un manuscrito. Es Ventura de la Vega, y en los personajes se pueden reconocer actrices y actores. Su rigidez y solemnidad revelan lo que tenía de rito la lectura de una obra de teatro Lectura a la compañía, lectura a la italiana. El autor entonaba, remedaba a los personajes, comentaba a veces un papel, una acotación: esperaba, al final, los comentarios y los parabienes.Pero había también la lectura privada. Una tortura. Cuentan que había autores que se defendían de los otros con la frase: "Si me lees, te leo". No todo el mundo podía zafarse. Una lectura de un buen autor -los autores sabían leer: eran hom bres de teatro, habían creado los personajes, los tenían dentro- podía ser un placer. Cien lecturas de cien malos autores podían destruir a cualquiera.

El crítico Alfredo Marqueríe tenía unas gafas falsas, con unos ojos pintados, que se ponía para dormirse tras ellas, fingiendo una gran atención. Naturalmente, no engañaban: eran, en sí, una crítica. Pero el sueño de después de comer, los párpados que se caen y no hay café que los levante, eran un drama. Había autores muy vigilantes.

Uno, que fue muy famoso hasta su muerte, dictaba sus obras a un magnetófono y lo hacía escuchar a sus amigos, actuando él a veces, pero siempre mirando la cara de sus invitados, incitándoles con un "Escuche, escuche usted, no se pierda esto". Lo más grave era la espera -y la esperanza- de los comentarios. Había quien se zafaba de ellos con alguna frase evasiva: "La censura no lo dejárá estrenar nunca..."., "Lo malo es que no hay compañía para esta obra...". "No va usted'a encontrar una actriz con la suficiente categoría para ese personaje...". Y se derivaba la conversación.

En lo que no había que caer nunca era en la incitación del amigo: "Si te hago que me escuches, es porque quiero oír la verdad. ¡Lo necesito! No te andes con delicadezas...". Se decía la verdad: un amigo perdido.

Los salteadores

También había salteadores. Podían aparecer con su manuscrito en cualquier lugar: en el café, en la calle, en la puerta de casa. O sorprender en sus propias guaridas. Hace muchos años visité a un presidente de Cabildo en Santa Cruz de Tenerife y le vi llevar la mano a un cajón de su escritorio- inmediatamente comprendí la magnitud de mi desgracia. En efecto, la mano emergió con el manuscrito, y el ilustre personaje decía: "Si tiene usted un ratito me permitiré leerle una comedia que he escrito en mis ratos de ocio... Auque sólo sean unos fragmentos...". La leyó entera.

Ahora la lectura pública se está institucionalizando. Es una manera de llegar. Ya sólo estrenan los muertos -o los moribundos-, y los directores de teatro consuelan a los vivos ofreciéndoles este recurso menor de la lectura. No hay que abominar de él. Puede ser un hecho cultural importante.

Es posible que uno de los mejores recuerdos que deje esta temporada sea la lectura en el María Guerrero -lectura escenificada por excelentes actores profesionales- de La gallina ciega, de Max Aub-Monleón. Monleón ya había organizado un ciclo de lecturas en el mismo teatro, que no resultó, en general, muy afortunado.

Ayer, sábado, a las 12 de la mañana, en el Palacio de Velázquez del Retiro, una lectura de una obra de Manuel Andújar, El sueño robado, y el Teatro Español comienza un ciclo de lecuras con Anselmo B, de Francisco Melgares -un hombre de teatro completo-, por José Sacristán, y con una presentación de Adolfo Marsillach. Será el próximo lunes, a las cuatro y media, en El Parnasillo: un salón derivado de lo que fue café de artistas el siglo pasado. Son actos que, a falta -o en espera- de la representación, ofrecen un interés teatral previo.

La lectura privada y la del salteador han desaparecido virtualmente. La costumbre es enviar la obra a las personas que interesan, previo el registro en la propiedad intelectual para que no se la plagien (la desconfianza de quien cree que tiene un tesoro es natural) y la adopción de pequeños trucos: por ejemplo, pegar algunas páginas discretamente en un ángulo para comprobar después si ha sido leída realmente o no...

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