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El regreso

He permanecido dos años y medio preso en Argentina, de abril de 1977 a septiembre de 1979, y cuatro años en el exilio. Regresé a Buenos Aires hace una semana, y aún no he logrado definir qué siento exactamente. El retorno es una permanente confrontación entre la nostalgia y la realidad.La tentación de la nostalgia es poderosa. La nostalgia es como un ejercicio en ternura hacia lo que uno ha sido y de reencuentro con lo mejor que ofrece el pasado.

Pero la realidad argentina se ha modificado más allá de toda expectativa. Y para mí, que he pasado 50 años en este país sin vivir un solo día de democracia, la realidad argentina de hoy es un ejercicio en esperanza, el descubrimiento que la democracia que he conocido en el exilio en Israel, España y Estados Unidos probablemente pueda ser aplicable a Argentina.

La tercera dimensión del retorno es una permanente sensación de ansiedad. En este país fui torturado -por estas calles me han trasladado tirado en el piso de automóviles de un centro de tortura a otro-, los rostros de mis torturadores no eran diferentes a los que veo caminando por la ciudad.

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De algún modo tengo que vivir en las tres dimensiones si trato de encontrar respuesta para cada una. La nostalgia es la que ofrece menos problemas: aquí está la tumba de mis padres -en un rincón del barrio de Belgrano está, la sinagoga de mi rabino-; en el lugar donde mi inicié en el periodismo, en 1944, hay un supermercado; en lugar del café donde escribí mi primer poema dedicado al francés Jules Supervielle venden artículos de cuero para turistas. Paso por el lugar en el cual bailé tangos y por la calle donde jugué al fútbol cuando era un niño inmigrante de siete años, dos después de haber llegado desde Rusia. Fútbol en la niñez, tango en la adolescencia, las dos ceremonias más sagradas de todo ciudadano de Buenos Aires.

Más difícil es ubicar alguno de los lugares en que fui torturado. Tengo una idea vaga de dos de ellos, pero no logro encontrarlos. Es posible que los esté buscando porque sé que no los encontraré, ya que conozco un tercer lugar donde me torturaron, la jefatura de policía en la ciudad de La Plata, a 50 kilómetros de Buenos Aires, y prefiero no llegar hasta ahí.

Antes de retornar a Argentina pensaba que visitar los centros en que fui torturado eliminaría las pesadillas que me confunden y martirizan con tanta frecuencia. Como las ex víctimas de Auschwitz que viajan a Polonia convencidos que la realidad va a terminar con las fantasías que los angustian desde hace casi 40 años.

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Pero me inclino por una terapia diferente. Comienzo a organizar con los abogados de derechos humanos dos juicios. Uno contra el general Jorge Videla, ex presidente, a quien acuso de haberme mantenido preso después que la Suprema Corte de Justicia ordenó mi libertad. Otro juicio es contra el general Ramón Camps, ex jefe de policía, a quien acuso de secuestro y tortura. Pienso que el esfuerzo de llevar a la cárcel a estos dos siniestros personajes será el mejor remedio para superar los recuerdos de las torturas.

La realidad no me es fácil de absorber. Hace cuatro semanas que Raúl Alfonsín asumió el Gobierno y lo que hace y dice no se parece a lo que yo he visto o escuchado de un presidente en 50 años de vivir en el país y 40 años de periodismo.

Los presidentes civiles en América Latina, cuando ocupan el Gobierno después de las elecciones se destacan por dos acciones. Primero, llegan a un compromiso con los militares aceptando que los privilegios de las fuerzas armadas sean mantenidos, y luego comienzan a tomar medidas que contradicen lo que prometieron durante la campaña electoral, hecho esto en nombre del pragmatismo.

Raúl Alfonsín envió a retiro a casi dos terceras partes de los generales y sometió a la justicia a los nueve jefes militares responsables de siete años de dictadura. El presidente rechazó todo intento de los militares de establecer algún tipo de diálogo amistoso, y sus relaciones con las fuerzas armadas se ajustan a las leyes del país. No es fácil recordar un solo caso en la historia latinoamericana de un gobernante civil a quien no le interesara la buena voluntad militar hacia su Gobierno.

Puede ser dificil en las democracias occidentales hacerse una idea del choque que produjo la firmeza de Raúl Alfonsín en su decisión de colocar la actividad militar dentro de pautas civilizadas. Las fuerzas armadas se habían convertido en un partido político, el único con derecho a utilizar armas. También se habían convertido en un poder económico, el único cuyas finanzas estaban fuera de toda supervisión. Los militares controlaban la producción de acero, carbón, petróleo, hierro, cobre, la petroquímica, aviación comercial, ferrocarriles, navegación mercante, energía atómica, plantas nucleares, energía electrica, fabricación de armas. Los militares eran el primer empleador del país. Alfonsín ha designado al frente de todos esos grupos económicos, tecnológicos e industriales a expertos civiles cuya misión es terminar con la omnipotencia militar.

Quitarles a las fuerzas armadas su poder económico y llevar a la justicia a quienes utilizaron sus armas para masacrar a los civiles, es decir, extirpar la impunidad militar, puede significar un turning point después de 53 años de injerencia política y económica de las fuerzas armadas en Argentina. El primer golpe militar de este siglo fue en 1930, y desde entonces nunca un Gobierno civil -hubo sólo tres- pudo concluir un período legal de seis años.

Me saludan en las calles, me invitan a beber en los bares. Todo el mundo pronuncia la palabra democracia como si fuera el último descubrimiento de las ciencias políticas. Los argentinos todavía están asombrados de comprobar cada día que no gobiernan los militares ni los peronistas.

A un mes de Gobierno democrático, el asombro parece convertirse en una serena convicción de que la democracia es posible. Y cuando algunos defectos o errores aparecen, resultan apenas pequeños sinsabores para las generaciones que vivieron bajo Perón o los militares.

La más común de las respuestas que se recibe ante cualquier interrogante son tres palabras: "Esto es democracia". Lo curioso es que nadie duda que durará por mucho tiempo.

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