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El retrato infantil, espejo moral para adultos

Tras una exposición como la de El niño en el Museo del Prado, que estará abierta en el Museo del Prado durante los meses de diciembre y enero, hay que destacar tres factores principales cuya intervención está relacionada tanto con el contenido en sí de la misma, como con su patrocinio y modo de organización, e incluso con su significado en el contexto de la política del Prado. Empezando por la parte de intendencia, más doméstica, hay que señalar, en primer jugar, que la muestra ha sido apoyada por dos entidades privadas, Juvenalia y El Corte Inglés, lo cual supone una prueba más de la utilidad social que puede derivarse de la colaboración bien planteada entre instituciones públicas y firmas privadas, imprescindible cuando el presupuesto oficial en estos capítulos se mantenga en los niveles raquíticos en los que está todavía en nuestro país.En segundo lugar, con esta iniciativa el Museo del Prado se suma a algo que ya es práctica habitual en otros grandes museos: remover selectivamente sus fondos, no sólo para tener la posibilidad de exhibir lo que, por falta de espacio, permanece habitualmente en los almacenes, sino para reconsiderar monográficamente aspectos de la historia del arte, imposibles de apreciar al estar dispersos los cuadros, que pueden servir de ilustración para los mismos. En el Prado, en el que por falta de espacio hay una parte considerable de obras no visibles, este tipo de medida resulta particularmente aconsejable.

Aceptada la bondad de este criterio, la elección concreta del asunto monográfico para ser desarrollado en la muestra correspondiente tiene una importancia relativa. En el caso que nos ocupa, el del niño, priva más lo iconográfico, en su doble dimensión de historia de diversos modos de representación, como de la del retrato como género. En este tipo de orientación, la fuerza del contenido excede los problemas puramente formales y la contemplación artística debe ser auxiliada por otros muchos puntos de vista provenientes de las demás ciencias humanas.

Una mezcla ínquietante

El niño como tema artístico es, en cualquier caso, algo endiabladamente complejo. Es lo informe por antonomasia. Físicamente, el aspecto infantil es incierto, una mezcla inquietante entre unos rasgos evidentes en los que creemos identificar determinantes genéticos y sociales, y otros, la mayoría, totalmente virtuales, cuyo reconocimiento es pura conjetura, pues la fisionomía no se concreta sino como huella de las pasiones. Por eso, en definitiva, una cara infantil es todo menos interesante.

Empiezo por lo más general para que, de entrada, se comprenda los mil y un recovecos a los que se presta la consideración crítica de este tema. ¿Tantos quizá como los de la vida misma? Yo diría incluso que más, porque cuando se trata de niños no basta nunca con lo que se sabe por experiencia; es lo irreductible. ¿Acaso hay algo más repugnante que un niño con cara de viejo, sin sorpresas, con la historia escrita ya prematuramente en el rostro?

Curiosa y grandiosa

Aunque el argumento da pie para todo, la selección que ha dispuesto el Prado para la ocasión prescinde prácticamente de cualquier consideración parcial y se ha limitado a juntar el material en bruto, dejando al visitante que interprete la cuestión a su manera. En este sentido, resulta bastante divertida, pero, ¡ojo!, nunca para niños, a los que les suele fastidiar lógicamente el punto de vista adulto, incluso cuando la consiguiente imagen estereotipada se ha fabricado a costa de ellos. ¿Cómo les va a entretener esto a los menores si no es más que la patética epopeya de la domesticación infantil a través de la historia? Aquí hace falta, sobre todo, sentido de la ironía, justo lo que no tienen los niños.

La exposición es, pues, curiosa, pero también cuantiosa y grandiosa. Se han reunido 111 cuadros, fechados entre los siglos XVI y XIX, sin discriminación de estilos y escuelas. Se trata, por consiguiente, de una minihistoria del arte moderno. Y claro, cuando esta minihistoria se hace con fondos del Prado, la sorpresa ante la pieza no vista antes se complementa con el deslumbramiento ante la obra maestra. A veces se encuentran ambas cualidades en un mismo cuadro y se produce el pasmo.

Sea como sea, aun teniendo en cuenta la desmesurada amplitud de lo expuesto, no puedo terminar este comentario sin llamar la atención sobre ciertas obras excepcionales, como los retratos del Bronzino, la copia de Luini, el Caravaggio, el Gentileschi, el Cupido, de Reni, y el Solimena, entre los italianos; todos los Velázquez, empezando por esa Infanta doña Margarita de Austria, para mí una de las mejores piezas del Prado, los Murillo, las niñas de Antolínez, el Pedro Núñez de Villavicencio, los infantitos de Carnicero, el maravilloso Agustín Esteve, los Goya, el Rafael Tejeo, el Vicente López, los tres Esquivel -qué pintor-, el Alenza célebre de La azotaina -el único niño que no da la cara-, el bello Paulino de la Linde, los Fortuny, los Jiménez Aranda y los Pinazo, entre los españoles.

El conjunto de los Países Bajos y Francia, salvo excepciones, es de calidad comparativamente muy inferior.

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