_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El último atardecer de Robert Aldrich

A Robert Aldrich, del que el pasado domingo ofreció TVE Ataque, le habría gustado que a su muerte, acaecida ayer, a los 65 años, le recordaran como lo harán con John Huston. En su defecto, quizá se habría conformado con la reputación de Samuel Fuller, uno y otro directores de cine norteamericanos, como él, con los que tiene visible parentesco. Pero en todo el cine de Aldrich ha faltado siempre esa chispa de inspiración, ese genio insensato que encontramos con la fuerza incontenible de lo gratuito en sus mayores.Y si hay que recordar, hasta cierto punto, a media luz a Robert Aldrich no es porque con su firma hayan aparecido filmes execrables, como aquella versión de Sodoma y Gomorra con la desaparecida Pier Angeli y el preservado Stewart Granger, pues es bien sabido que los grandes del cine americano han firmado toda clase de películas a olvidar, sino porque en vez de dejarse llevar por la pasión, pensaba demasiado sus películas, y éstas salían con una especie de propósito de enmienda de quien no ha podido hacer nunca exactamente lo que quería.

Más información
Robert Aldrich, cineasta

Dos excelentes westerns filmados a principios de los cincuenta le dieron a conocer en Europa por intermedio de los grandes fabricantes de genios que son los críticos franceses. Truffaut y su Cahiers du cinema, biblia cinéfila de la época, advirtieron de la llegada de un cierto Robert Aldrich con su película Apache. Un western que se anticipaba a la moda del Oeste crepuscular, el de un mundo que desaparece con la urbanización del medio, pero trasplantado a la vivencia del último piel roja -Burt Lancaster-, que se ha refugiado con su mujer -Jean Peters- en un remoto valle de la frontera con México, y al que persigue un comisario de policía -John McIntire- al que turba cumplir un deber ante el que no se permite vacilar. A continuación, Aldrich estrenaba la que hasta el momento sigue pareciendo su mejor película, Veracruz, con Gary Cooper y, otra vez, Burt Lancaster en los principales pa peles, y una Sara Montiel que hacía estallar las blusas floreadas de pura juventud.

En ambos casos se apreciaba que el director había querido contar una historia trepidante, pero que no se había conformado sólo con eso. Aldrich quiso hacer una película sobre la tragedia del indio, en la que éste fuera mucho más que una cabellera emplumada que sirviera de tiro al blanco a los colonos apostados en el círculo de la caravana. De igual forma, la historia de los dos pistoleros de Veracruz se desarrollaba en medio de una cordial reconstrucción de la revolución mexicana del indio Benito Juárez contra los dragones franceses de Maximiliano. Gran espectáculo, sí, pero gran espectáculo con mala conciencia. Los críticos de Cahiers podían haber elegido mejor en sus proclamaciones, porque casi parecía que Aldrich no se conformara con ser lo que para él habían decidido sus mentores.

Un tercer gran western completaba el ciclo dedicado al pasado más próximo de la conquista del Oeste americano. El último atardecer era una formidable película, en la que Aldrich quería conocer las razones de unos y otros, esquivando las soluciones fáciles. Rock Hudson, en un papel en el que copiaba hasta la forma de andar de Gary Cooper, era el comisario que perseguía a Kirk Douglas, el forajido que tenía sus motivos para elegir el momento y la forma de su propia muerte. Una gran cinta romántica, en la que el duelo final de Hudson y Douglas repite la escena con que concluye Veracruz entre Cooper y Lancaster, o el acoso final de Apache entre Lancaster y McIntire.

Los finales de las películas de Aldrich, incluso de las menos memorables, dejan siempre algo para el recuerdo. Como el de La leyenda de Lilah Clare, en el que un anuncio de televisión sobre un alimento para perros se transforma en una brutal agresión al espectador. Finales en los que solía quedarse uno con la sensación de que Aldrich se había sentido un poco fracasado. Como si una última imagen hubiera permanecido inevitablemente prendida de la lente de la cámara sin llegar nunca al espectador.

Más informacion en la página 41

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_