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Tribuna:Daguerrotipos
Tribuna
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Ramón Tamames, en verde

Manuel Vicent

Corría el año de gracia de 1954, bajo un lujo de aceitunas rellenas. Con la mandíbula cuadrada y el entrecejo voluntarioso, Ramón Tamames también fue uno de los primeros estudiantes que puso el dedo gordo virginal en la cuneta y partió a bordo de un camión de melones hacia el otro lado de los Pirineos, donde no había ideas imperiales, bragueros ortopédicos, escolástica ni gonococos de urinario, sino canciones de Juliette Greco, existencialistas apaches con jersei negro de cuello alto y novios de Barrio Latino que se besaban en la acera con un volumen de Sartre en la mano. Mientras algunos compañeros de la facultad se iniciaban en los prostíbulos de la calle de San Marcos y esperaban su turno de combate en un rellano perfumado con salfumante, Ramón Tamames era un sano muchachote de albergue que visitaba la catedral de Reims, descubría mineros rubios en la cuenca del Rhur y trabajaba de peón levantando muros de contención de la nieve en valles alpinos. Hacía deporte, tomaba apuntes de todo y ya iba con gran bamboleo de hombros enfurecido en dirección a una cumbre, no se sabe cuál. He aquí la historia de un joven uniformemente acelerado.Había llegado al uso de razón en medio de un Madrid famélico, cuando Franco soñaba con la gasolina de río, y debajo del flequillo el niño guardaba una memoria de »bombardeos, lluvia de pan sobre los tejados, sopas de ajo, lentejas con gusanos, el primer Cara al sol en el asfalto de la ciudad y él asomado a la ventana con la mosca de su tierna orejita viendo cómo se llevaban preso a su padre, que había sido comandante de Sanidad en el Ejército republicano. Le acusaban de haber intentado cambiar el nombre del pueblo extremeño Don Benito por el de Camarada Benito. España estaba iluminada por un sol victorioso de 40 vatios si no había apagones, cantaba Concha Piquer y, tan robusto como ahora se le ve, Ramón Tamames era en aquella época un angelito esmirriado, aunque iba a un colegio llamado Gimnásium. No medraba de carnes, ay dolor, así que la familia lo facturó a un lugar de Cáceres para sacarlo del raquitismo a base de inyecciones de jamón de bellota. Poco después, el pálido infante volvió al Madrid de las gachas con una fiebre palúdica a cambio de nada. Dios aprieta, pero no suelta.

El apellido de la casa empezó a sonar

De pronto, en la baja posguerra, el apellido de la casa comenzó a sonar a través de los aparatos de radio, marca Invicta o Telefunken, siempre asociado a cornadas de toro. El padre de Tamames y un tío carnal, cumplida la venganza franquista, eran unos famosos cirujanos especialistas en empalmar femorales y en taponar boquetes de asta. Durante las cenas de serrín, en las noches estrelladas de la autarquía, los españoles oían el nombre de aquel médico junto a un parte de enfermería, después de una minuciosa descripción del paquete intestinal de cualquier torero. Entonces Ramón Tamames estudiaba el bachillerato en el Liceo Francés, crecía ya ancho de espaldas delante de Dios y de los hombres, lograba las mejores notas, jugaba al baloncesto con su hermano, tenía un talante de apisonadora en los remolinos de pasillo, sacaba la bola del bíceps en la clase de historia, un entusiasmo febril le hervía en la cabeza, quería ser el primero en todo, incluso en el amor a Cristo o en las carreras de 100 metros libres, y se sentaba en el pupitre del aula como en un trono; pero entonces aún no llevaba aquella trenca con capucha y trabillas (de madera que le hizo célebre como tirolés entre los amigos. Ramón Tamames era un estudiante con empuje de leñador, gimnasta, soñador de cabañas en el monte, con una visión apoteósica de las cosas.

El paralelo universitario de 1956 le cogió en pleno fregado en. la facultad y no hubo nadie más radiante que él. Eran los tiempos de la lucha contra el SEU en medio de un trajín de albergues, bolsas internacionales de trabajo, esquelas mortuorias de Ortega y Gasset, delegados de curso que leían a Casona, pistoletazos en el bulevar de Alberto Aguilera, primeras represiones con caballería rusticana y cárcel para algunos hijos de papá vencedor. Ramón Tamames formaba la pequeña compañía con los Bustelo, Nadine Lafon, Víctor y Javier Pradera, Enrique Múgica y Carlos Zayas en aquel juego de la ASU, unos jóvenes inteligentes y dorados que hacían socialisimo de octavilla y a los que confesaba sus pocos pecados el cura Jesús Aguirre. El grupo recibía visitas del exterior. Unas veces aparecía por aquí un tal Guridi, llamado El Ciclista, enviado por el PSOE de Toulouse. Otras se dejaba caer Jorge Semprún, apodado Federico Sánchez, de parte de los comunistas de París. Había entre ellos un candor de filtraciones y submarinos con el encanto de un. espionaje con teleobjetivo. Firmaban manifiestos, predicaban la consigna de la reconciliación nacional, liaban a algunos catedráticos y luego se iban juntos a misa en la capilla de la universidad, donde la homilía corría a cargo del más moderno de todos. En aquellos años se oía decir a investigadores agnósticos y alumnos infieles:

-Es un pico de oro.

-¿Quién?

-¿Pero no lo sabes? El padre Aguifre. Es más profundo que Teilhard de Chardin. Hace sermones de la escuela de Francfort.

Allí estaba a sus pies toda la profesora arrodillada con los jóvenes rojos contritos, y Jesús Aguirre con su lengua sagrada hacía malabarismos de florete sobre ellos. Cuando llegó la democracia, este ser fascinante era un duque de Alba que había confesado a gran parte de la nómina del Congreso, incluido el banco azul. No se sabe si también a Ramón Tamames.

En aquellos tiempos, Ramón Tamames era un comunista críptico y un cristiano evangélico que iba a la caza del hombre total, según san Marx. Cultivaba el músculo, hacía, muebles, estudiaba de forma rabiosa, pintaba, esculpía, ligaba con la hermosa hija de Prieto Castro, tocaba el órgano, subía a las montañas, de modo que había tomado la vida como una hazaña. También se escalaba a sí mismo todos los días con grandes golpes de tacón, basculando el tronco a contramano del péndulo de la corbata. Por ley natural, terminó la carrera de Derecho con un saco lleno de matrículas de honor, y se doctoró, ¿es necesario decirlo?, con premio extraordinario; estudió Ciencias Económicas y, repitió en ella el paseo por las cimas. Un toque de London School of Economics, un baño de Mercado Común en Bruselas, un último barniz de Ginebra como reflejo de Naciones Unidas y el producto ya estaba listo para consumir. Se hizo técnico comercial del Estado. Dio clases en una academia, y con aquellas lecciones fabricó el libro Estructura económica de España; entró de profesor ayudante en la facultad, consiguió llegar a catedrático, iba con el maletín soltando conferencias por doquier a cien por hora con aires de galán intelectual, y en la rebotica de los altos despachos algunos caballeros del régimen se preguntaban:

-¿Cómo puede ser rojo un chico tan guapo?

-Ya ves.

-Yo no lo creo. Ni siquiera lleva barba.

-Pues es comunista.

-¿Estará cabreado por algo que no sepamos?

Era un rojo homologable a escala europea

En cambio, los de la base le veían bailar en Mau-Mau con su espléndida señora legítima y se sentían orgullosos de él. Era un rojo homologable a escala europea, con un diseño tipo Berlinguer, rico, infatigable y con un guiño de modernidad, lo que se dice un rey de simposio. Por su parte, Tamames también creía que el comunismo español iba a ser como el italiano, algo no reñido con el aperitivo de campari en las terrazas de moda una fuerza social mayoritaria muy ciudadana, poco campesina, elaborada por intelectuales con melena y gafas de gordos barrotes, un caldo de política casi erótica donde podría nadar estilo mariposa y llegar, como siempre, el primero a la meta.

Mientras Franco se tomaba con calma el largo trabajo de agonizar, Ramón Tamames se había convertido en un empresario de publicaciones, escribía libros a borbotones y el problema de páginas no existía para él. Tenía un sentido macroeconómico, macrosocial, macropolítico del mundo y un programa arrollador acerca de sí mismo sin detenerse en matices. Costó, pero llegó; es decir, que Franco la diñó. Desde la oposición anfibia, el respeto de los gabinetes y el peluche de una discoteca, de pronto Ramón Tamames en el Congreso de Roma en 1976 fue elevado por Carrillo a un puesto del comité ejecutivo, y ya que la política entonces era cosa de gente joven y guapa, todos le aclamaron como a un delfín. Tamames se equivocó. Lo que esperaba de los comunistas lo hicieron los socialistas. Sus amigos de facultad estaban ahora en el poder; unos, sentados en el Gobierno; otros, de pie en la sala de espera, y todos eran demócratas finos con tajada y reían con el esplendor de dientes de quien ha conseguido meter su sueño por el ojo de una aguja. Tamames miró alrededor y se vio rodeado con espanto de fresadores, jornaleros y peones de albañil.

-Santiago, dame una oportunidad.

-Espera, hombre.

-Dámela, por Dios.

-Bueno. Tú serás concejal

Había logrado todos los premios, había escrito gruesos volúmenes, había dado conferencias y mítines con mucha garra popular, se había descamisado en las fiestas del partido, se había puesto gorritos de verbena y había bebido botas de vino común con sonrientes braceros sólo para llegar a teniente de alcalde y encargarse de la grúa municipal. Necesitaba darle un contorno magnífico a su existencia, y de repente abandonó el comunismo de capillita y descubrió la naturaleza en la propia terraza. Allí tenía unas macetas enormes con madroños, chopos y naranjos. Sabía podar e injertar; conocía la plaga del pulgón y también había pasado por una experiencia ecológica en carne viva: un día se cayó de la breña y se descalabró. En cambio había participado en la maratón y, sin perder los pulmones en la costanilla de Callao, había instaurado el carril de las bicicletas.

Sabe que es un líder con arrastre

La naturaleza total, incluidas las tormentas, era algo que encajaba con su ánimo desbordante. El ecosistema y sus derivados pacifistas, la protesta radical contra toda clase de residuos, el campo libre, la voluptuosidad vegetal, la zona verde, el internacionalismo herbolario y la paz de las vacas constituyen un horizonte moderno de felicidad. El comunismo o el Evangelio de Cristo tienen una salida natural hacia las lechugas. Antiguos militantes hoy se alimentan de semillas, acarician a los lobos, lloran por las ballenas, hacen causa común con las focas o venden virutas de incienso en los mercadillos marginales. Ramón Tamames sabe que es un líder con arrastre entre una juventud campestre y antinuclear. Se ha elevado en globo por encima de la política parda y ahora trabaja para convertir todos los intereses en paisaje. Pero esa vida es dura.

Una tarde hay que tumbarse como un Francisco de Asís en una autopista, otras habrá que inmolarse dentro de una hormigonera. Ramón Tamames se prepara para este martirio ecológico haciendo gimnasia todos los días. Por las mañanas se le puede ver en chándal con mucho vaivén por el parque de Berlín, y los lecheros, quiosqueros y repartidores de bimbo le saludan llenos de gozo. Dos veces a la semana practica la natación o tira de pesas derramando un aroma de linimento. Después de tanta brega sale con la tripa metida, el pecho abombado de campeón, bascula el tronco detrás de la corbata y fiero de taconazos parte hacia el trabajo. La jornada es larga. Da tiempo a tocar el piano, escribir un libro, pintar un cuadro, sulfatar un rosal, fabricar un armario, dar una conferencia, esculpir un chino de alabastro y descubrir que cada problema tiene una solución. Ramón Tamames comienza a escalarse a sí mismo por la cara Norte. Es un hombre que cae bien. Sobre todo, a los nuevos jóvenes u otros dorados seres del valle.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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