Cuando llegan los misiles
ESTÁ YA en una base cercana a Londres el primer misil de crucero, con su cabeza nuclear; otros llegarán en los próximos días. Con ello se inicia un cambio radical en la situación de nuestro continente; y no un cambio para mejor. Si la decisión de la OTAN de diciembre de 1979 se lleva a cabo hasta sus últimas consecuencias, en un plazo de cinco años Europa occidental recibirá 464 misiles de crucero (cada uno con una cabeza nuclear de 200 kilotones, equivalente a 16 bombas como la de Hiroshima) y 108 Pershing 2, cuya carga puede variar de 15 a 150 kilotones, según la meta que tengan asignada. Frente a estos ingenios de la destrucción se encuentran unos 240 SS-20 soviéticos (cada uno con 3 cabezas nucleares de 150 a 300 kilotones), cuyo número será incrementado como ya anticipa Moscú. Esta aterradora capacidad destructiva, que está en manos exclusivas de las dos superpotencias, significa para Europa un nivel de sometimiento, de falta de autonomía, muy superior al que ya viene sufriendo como consecuencia del sistema bipolar. que rige las relaciones internacionales desde la segunda guerra mundial. La destrucción nuclear de Europa, sin la destrucción correlativa de las dos superpotencias, se convierte hoy en una posibilidad objetiva; es decir, se configura como una realidad posible un conflicto nuclear limitado al escenario de nuestro continente. Presentar este paso como una forma de consolidar la seguridad de Europa es por lo menos exagerado.Han sido sumamente ilustrativos en ese orden los recientes debates en la Cámara de los Comunes británica provocados por la llegada de los primeros misiles. Junto a los laboristas, que adoptan una actitud radical contra el armamento nuclear, los liberales y socialdemócratas, que apoyan en principio tal armamento, han exigido la doble llave, es decir el derecho del Gobierno. de Londres a decidir, conjuntamente con el de Washington, si se da o no la orden de lanzamiento. Pero la actitud de Reaganes intransigente; Margaret Thatcher ha tenido que defender, frente a su opinión pública, el mando exclusivo de EE UU sobre los euromisiles. El secretario de Defensa británico, Heseltine, ha hecho uso de un argumento que arroja luz sobre el problema en su conjunto: ¿para qué pedir la doble llave sobre los euromisiles, ha dicho, si los americanos disponen ya de armas nucleares, en aviones y en bombarderos, en el Reino Unido? Lo que tal argumento pone de relieve es que la instalación de los euromisiles no es una necesidad militar; frente a las armas soviéticas había ya armas para la disuasión. Se trata en realidad de un problema político, de reforzar el sistema bipolar, de incrementar la capacidad de decisión de las dos superpotencias, convirtiendo a Europa en rehén de dicha contradicción.
El desarrollo de las conversaciones de Ginebra sobre este tema es una serie ininterrumpida de ocasiones perdidas; empezando por el acuerdo perfilado en el verano de 1982 por los dos máximos negociadores, Nitze y Kvitsinski, en un paseo por los bosques de la ciudad suiza. Si se recuerdan algunas propuestas del líder sóoviético, Andropov, del invierno pasado, algunas declaraciones del vicepresidente norteamericano, George Bush, sobre el cómputo de los armamentos franceses, la impresión que resulta es que hubo momentos en que un acuerdo concreto para limitar los armamentos de alcance medio fue posible. Pero lo que parece que no ha habido es voluntad política de lograrlo. Algunos de los dirigentes norteamericanos que acostumbran a hablar con menos remilgos, cómo Henry Kissinger, han dicho netamente que EE UU está políticamente interesado en tener los euromisiles en territorio europeo.
En cuanto a los soviéticos, su responsabilidad inicial, desde la colocación de los primeros SS-20, es obvia. Ahora han cometido un serio error político al anunciar con anterioridad que van a instalar nuevos misiles nucleares en Checoslovaquia y en Alemania Oriental. Pueden abrir con ello nuevas fisuras en el seno del rígido Pacto de Varsovia. Bulgaria se ha apresurado a declarar, con motivo de la visita del primer ministro griego, Papandreu, que agradecía a la URSS su comprensión del deseo búlgaro de no tener misiles en su territorio; con lo cual ha dejado en mala posición a los Gobiernos de Praga y Berlín Oriental. La consecuencia más seria se ha producido entre la propia opinión pública, tan difícil de expresarse en aquellos regímenes: los mismos órganos oficiales comunistas de la República Democrática Alemana y de Checoslovaquia han tenido que reconocer que han recibido numerosas cartas de lectores contrarias a los misiles soviéticos; es un hecho sin precedentes en esas latitudes y que indica la extensión de un estado de opinión sobre ese tema.
Incluso si la URSS se retirase de las negociaciones de Ginebra, es muy probable que, al cabo de cierto tiempo, éstas se reanuden; nadie puede tener interés en una carrera de armamentos nucleares sin control, a tumba abierta. Pero las nuevas negociaciones partirían de una situación extraordinariamente deteriorada; con peligros de catástrofe mucho mayores; en condiciones, por tanto, mucho peores que hoy. En todo caso, lo que sin duda los misiles van a provocar son cambios profundos, aún imprevisibles, en el panorama político de Europa. El objetivo de lograr su supresión estimulará alineamientos originales. El pacifismo, en su sentido moderno, está adquiriendo nuevas dimensiones; está condicionando la posición de algunos de los principales partidos políticos, como la socialdemocracia alemana, y está orientándose positivamente hacia la lucha contra los riesgos de un conflicto nuclear. Está surgiendo cierta" identidad europea; lo que no ha sido capaz de realizar la CEE lo está logrando la reacción contra los misiles. Los sentimientos pacifistas se plasman en ciertas -acciones autónomas en el Este, a pesar de la represión. Se empieza a perfilar así, no la Europa definida por De Gaulle, del Atlántico a los Urales, sino una Europa más limitada, deseosa de liberarse de los misiles instalados por las dos superpotencias; de no ser ni rehén ni instrumento de éstas y de afirmar así su personalidad.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.