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Tribuna
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El rayo de Óscar Alzaga

Manuel Vicent

Daguerrotipos. Óscar Alzaga había nacido en Madrid, en el año 19429 cuando el personal iba en busca del imperio en un taxi con gasógeno. Fue un estudiante becario de clase media con cuatro dioptrías que, lejos de andar por billares y futbolines o de bailar el baión de Ana, tenía un misal de cantos dorados. Con las mejores notas del colegio, Óscar Alzaga llegó a la facultad de Derecho, y allí hizo unos pinitos de ilegalidad. Con unos amigos de su cuerda fundó una especie de unión de estudiantes demócratas cristianos, una papilla para convalecientes compuesta por el amor a Dios y a la Santa Madre Iglesia, con mucho Teilhard de Chardin, libros de la BAC, citas de François Mauriac, humanismo de tipo Pascal, novelas de Graham Greene, ensayos de Maritain, novias castas llevadas del brazo a una conferencia del primitivo Aranguren y una repugnancia civilizada ante lo más grosero de la dictadura.

El lobo que se abate sobre el ganado lanar, degüella siete ovejas y se permite el lujo de comerse sólo una. Este rito de supervivencia no deja de tener cierta belleza silvestre, si uno olvida la carnicería en sí. El predador cae de manera fulgurante desde la espesura del bosque, instala súbitamente la ráfaga de dientes en medio de la grey y entonces se produce una desbandada de largos balidos que aún le excita más su mecanismo de destrucción y los jugos gástricos. En cosa de segundos, el sol ilumina la victoria en la ladera desierta. Allí quedan algunas víctimas abatidas sangrando por la yugular, los pájaros cantan y el lobo se pone a merendar bajo la brisa entre perfumadas margaritas.En la política también se ven espectáculos de esta índole, y sin duda, aquélla fue una buena representación de la lucha por la vida. La caída de Adolfo Suárez se realizó como un teatro carnívoro, y en él brillaron mucho los humanistas. Óscar Alzaga parecía un coyote con pilas japonesas. Durante la estampida de centristas, repartió las mejores dentelladas en el seno del propio partido, de modo que cada tarde hacía una matanza de merinas de UCD, aunque sólo se zampaba la más tierna y luego, poniendo cara de mosquita muerta, se iba a tomar un refresco de granadina con san Francisco de Asís, patrón de las fieras de granja. Tal vez en aquella jauría de barones que un día se lanzó en persecución del zorro Óscar Alzaga no era el lobo más cruel, sino el que daba los bocados más certeros, pero una duda ha permanecido hasta hoy: no se sabe si su instinto olfateaba ya desde lejos el descalabro de Unión de Centro Democrático o si fue su voracidad la que precipitó su derrumbamiento. Hasta entonces, Óscar Alzaga había sido un patito feliz chapoteando en un tomo de jurisprudencia. Ahora está sentado en el Parlamento a la derecha de Dios Padre y desde allí puede contemplar el resultado de una escabechina donde él lució colmillos de primera calidad. En todo caso, ésta es la pequeña historia de una estupidez política.

Eran aquellos chicos formales, de ducha diaria, peinados con raya, que guardaban pétalos de rosa entre las páginas de un libro de Maritain. La flor venía del lejano jardín de un caserón campestre donde ellos hicieron los primeros ejercicios espirituales, y su juventud tenía también el aroma de un cántico a María, un recuerdo de búcaros con azucenas a los pies del Código Civil. Habían sido príncipes del colegio, cabeceras de orla, y la mano amorosa y sonrosada del padre prefecto les había acariciado muchas veces el cogote de empollón en el patio. Allí comenzaron a soñar con un brillante porvenir.

-Muchacho, tú serás un buen cruzado.

-¿Qué debo hacer?

-Conserva el tesoro de la fe.

-¿Y qué más?

-Haz oposiciones a abogado del Estado.

-¿Y si no puedo?

-Entonces saca notarías. Pero no te conformes con menos. La Iglesia espera mucho de ti.

-Padre, yo quiero ser catedrático.

-Dios te bendiga. Tampoco está mal.

Lo tenían claro desde el primer momento. Fuera cantaban los Beatles, la libertad comenzaba a comer zanahoria rayada en las aceras, en los cubos de basura fulgían los residuos del neocapitalismo, la expansión económica reclamaba vorazmente cualquier clase de licenciados para presidir los nuevos pufos, estaban de moda los ejecutivos con camisa color de rosa, todo el mundo se bajaba en seguida la pretina del pantalón, en las vallas publicitarias había héroes americanos con salchichas, las motocieletas iban cabalgadas por jacas y garañones de asfalto, pero ellos eran unos jóvenes clásicos, un poco antiguos.

En aquel tiempo, cuando aún se llevaba mucho comer pollos al ast, los comunistas ejercían el reinado absoluto en la alcantarilla, y entonces eran inteligentes, audaces e incluso guapos. El rumor de la tortura les envolvía en un aura de romanticismo, y tanto el fresador de la Pegaso como el intelectual más greñudo tenían la frente ungida con el barro del Volga. Adoraban los pepinillos en vinagre y la mermelada de cooperativa, que alguien traía de Bulgaria en un viaje de novios. Se juntaban por células en pisos de renta limitada, sin terraza, modelo Usera, en alcobas de niño llenas de humo, donde siempre había una artesanía de cardos, un botijo de loza fenicia y la paloma de Picasso. En cambio, los socialistas ya tenían novias extranjeras, procedentes de la parte alta de la línea Maginot. Se pasaban los panfletos en cafeterías de grandes ventanales y tomaban aperitivos con quisquillas hablando del producto nacional bruto, o de festivales de cine, o de excursiones con tiendas; de campaña. Oh tempora, oh mo res! -es decir, o te entregas o mueres, como tradujo aquél-.

En el escalafón aparecían después los demócratas cristianos con barniz progresista, cuya oposición al régimen no iba más allá de los chistes contra Franco. Éstos conspiraban en alguna residencia eclesiástica de El Escorial o en un hotel de La Berzosa, a donde acudían disfrazados de agüistas o de alumnos de un seminario de Derecho Comparado. Enmascaraban aquellas reuniones clandestinas con el nombre de coloquios, conferencias, encuentros o aulas de espiritualidad. Paseaban bajo los pinos vestidos de gris marengo, el más moderno se permitía la frivolidad de aflojarse el nudo de la corbata en medio de una acalorada discusión de estrategia, escribían en Cuadernos para el Diálogo y preparaban oposiciones. Allí estaba Óscar Alzaga. Era un joven rico y frágil. Acababa de terminar la carrera de abogado y quería ser catedrático de Político.

Unos chicos listos y discretos

Así como los rojos, sangre de toro, olían a sebo, y los socialistas, a lana de poncho peruano, aquellos demócratas cristianos llevaban en el bolsillo de la solapa un pañuelo de batista perfumado de jara y jurisprudencia. Dios es muy amplio. La Iglesia tiene además un manteo redondo cuya sombra exhala los más variados aromas, sabores y colores, igual que una copa de helado de cuatro gustos. Uno podía ser católico y estar enfangado, de franquismo hasta las cejas. Había obreros místicos que deseaban alcanzar la perfección dentro del comunismo sin abandonar el torno. También transitaban por la clandestinidad unos socialistas devotos basculando entre Cristo y Pablo Iglesias. Pero, ¿cómo eran ellos? Los demócratas cristianos con troquel progresista eran, simplemente, unos chicos listos, educados, reglamentarios, acicalados, seguidores de algún teólogo alemán, suaves y discretos, que te daban la mano sin quitarse el guante.

-Oye, macho, conozco a una chava cojonuda.

-¡Por Dios!

-Y tiene una amiga que también traga.

-Hazme el favor de no hablar así.

-Vamos a bailar a Micheleta.

-No puedo.

-¿Por qué?

-Esta tarde habla Duverger en el Colegio Mayor San Pablo.

La Iglesia guardaba en la fresquera a estos jóvenes puros e incontaminados para el día en que se desataran las fuerzas del mal. Comenzaban a correr rumores de que Franco no era inmortal, cosa que le sucede al más pintado. La Iglesia, como es lógico, sólo quería llevar almas al cielo, pero en la tierra tenía inmuebles, fincas de labor, depósitos, instrumentos, intereses y otros materiales que facilitan mucho el camino de la salvación. Alguien tendría que defenderlos bajo el descampado de la libertad. Si, se hubiera puesto un anuncio en el diario Ya, probablemente se habría redactado así: se necesita chico con labia, experto en reglamentos y silogismos, dulzón por fuera, pero duro de pelar; tierno, aunque quisquilloso; fino y de buena mandíbula. Porvenir resuelto. Recompensa en el más allá. O antes, mediante pago.

Óscar Alzaga estaba fabricado según el molde de este reclamo. Había nacido en Madrid, en el año 1942, cuando el personal iba en busca del imperio en un taxi con gasógeno. Fue un estudiante becario, de clase media, con cuatro dioptrías, que lejos de andar por billares y futbolines o de bailar el baión de Ana, tenía un misal de cantos dorados. En aquella época, los niños de la mesocracia podían optar por cuatro salidas: ser flecha, ser pelayo, ser koszka o comer pipas en un cine de barrio viendo Los tambores de Fú Manchú. Con las mejores notas del colegio, Óscar Alzaga llegó a la facultad de Derecho, y allí hizo unos pinitos de ilegalidad. Con unos amigos de su cuerda fundó una especie de unión de estudiantes demócratas cristianos, una papilla para convalecientes compuesta por el amor a Dios y a la Santa Madre Iglesia, con mucho Teilhard de Chardin, libros de la BAC, citas de François Mauriac, humanismo de tipo Pascal, novelas de Graham Greene, ensayos de Maritain, novias castas llevadas del brazo a una conferencia del primitivo Aranguren y una repugnancia civilizada ante lo más grosero de la dictadura. El Señor también habita en el fondo de la enfiteusis, aunque se deja ver con mayor claridad a través de las consignas de la Asociación Nacional de Propagandistas. O en los severos artículos doctrinales de Cuadernos para el Diálogo, donde Óscar Alzaga estuvo cobijado durante un tiempo, como un polluelo tomatero, bajo el ala tibia de Ruiz-Giménez, amable clueca, antes de que éste tuviera veleidades izquierdistas que alarmaron a nuestro neófito. Parece mentira, pero esta pálida candidez también molestaba a Carrero.

-Detengan a ésos.

-Por favor, almirante. Sólo son chicos de comunión diaria que creen un poco en la libertad bien entendida.

-Entonces que se los lleven al campo.

Óscar Alzaga purgó sus culpas democráticas en Cuevas de Agreda y en Almenar, dos pueblos de la provincia de Soria, entre vacas retintas, temas para cátedra de Político, dictámenes de bufete y grajos de barbecho. Después llegó la algarada, el tiroteo al aire que abatía rojos desde el tejado, la subida de Carrero a la azotea, la famosa apertura, el destape con toalla, Fraga con bombín, la flebitis seguida con golf en La Zapateira, las andanzas del marqués de Villaverde, el tránsito del dictador, la homilía de Tarancón y así sucesivamente hasta que Adolfo Suárez entró en el Congreso, dándose tirones de quijada para liberar la yugular del cuello de la camisa. No sólo la suya. Él venía con el recado de limpiar las jaulas. Entonces Óscar Alzaga se encontraba protegido bajo el Aranzadi.

Filigranas jurídicas

Durante la primera etapa del Parlamento se le veía muy modosito, sentado en la segunda bancada de UCD. Era el encargado de bordar filigranas en el texto constitucional. Más que nada, se dedicaba a taponar el ojo de la aguja por donde un día la izquierda pudiera meter el camello, con joroba y todo. Tal vez el espíritu le soplaba la oreja con las verdades eternas y le había señalado con una cruz las cotas que debía defender a todo trance: la familia, la enseñanza privada y esas cosas que, bajo un cariz sublime, esconden la pasta flora. El cruzado resistió con su arcabuz cargado de intríngulis, quemó un par de legislaturas con distingos de padre Domingo, mientras la libertad iba cayendo por la rodada. Adolfo Suárez ya había hecho su papel de cuatrero que roba el ganado y lo lleva a abrevar al pie del santuario. Sólo era un populista capaz de todo. Pero ahora les tocaba el turno a ellos, a los jóvenes de cuello blanco, puros y profilácticos, que venían en nombre de un Dios demócrata, aunque celoso guardián de sus derechos. Fue una jugada bien estúpida. Parecían suavones, besaban la mano de las señoras con delicadeza y al sonreír mostraban un articulado de derechos en las encías. Pero se lanzaron desde la ladera del hemiciclo sobre su propio Gobierno como esos predadores que caen contra el rebaño, degüellan siete ovejas y se comen sólo una. Óscar Alzaga venía al frente y era el que daba los bocados más certeros. El sol iluminó muy pronto la victoria en aquella pradera desierta. El espacio que dejó UCD pasaron a ocuparlo al instante los socialistas. Y en eso están. Finalmente, Óscar Alzaga lo había conseguido. Por su parte, Fraga ya tiene las barbas a remojo.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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