Manuel Fernández Castillo
Ha inventado un sistema para que las personas no sean enterradas vivas
Manuel Fernández Castillo, profesor de Teoría de la Electricidad en un colegio de formación profesional de Bailén, ha inventado un sistema de alarma que remedia el error -según su estadística, habitual- de enterrar personas vivas. El ensayo general se ha hecho, en el día de Todos los Santos, en el cementerio de Linares. Tenía su muerto, sus luces, sus sirenas y una inigualable entrada de público. Lo que más trabajo le costó fue encontrar a alguien que le prestara un ataúd, requisito indispensable que le cubrió, al final, una casa de seguros. Conseguida la caja, vino la apoteosis de la demostración, con gran éxito de crítica y público. No obstante, quizá por no precipitar acontecimientos, pese a lo señalado de la fecha, ninguno de los presentes quiso comprarle el invento.
Manuel Fernández tiene 38 años es soltero e inventor. Ha patentado tres sistemas de alarma, todos ellos con el mismo fin: que si alguien es enterrado vivo pueda avisar a todos sus vecinos en un radio -para la potencia prevista de la alarma- de tres kilómetros y que así le puedan sacar del apuro. El sistema varía según el interruptor que conecta las luces y la alarma vaya por pedal, entre las manos y el crucifijo o en cualquier otro lugar de la caja -"Incluso tengo uno más caro, que consiste en poner un micrófono en la boca del muerto, recogiéndose la grabación en la oficina del sepulturero".Manuel Fernández piensa que hay que ir cambiando la estructura actual de los cementerios y, aunque alaba un proyecto "que le han aprobado a un arquitecto de Madrid", recomienda que, además de las adecuadas instalaciones eléctricas, los nichos se hagan más grandes y se comiencen a usar ataúdes de vidrio o plástico transparente, que, aparte de ser los más apropiados para su invento, "son más útiles, porque servirían para inspecciones científicas sin tener que destaparlo o, incluso, para que la Iglesia observase los cuerpos incorruptos".
Después de darle muchas vueltas a su invento y de haber podido perfeccionarlo, Manuel Fernández ha conseguido, en Linares, la ilusión de su vida: un permiso municipal que le permita mostrarlo, en el sitio, a los posibles clientes. La fecha no podía ser más idónea: el día de Todos los Santos, entre puestos de crisantemos y claveles -a decir de una voz popular, "más caros que la gloria"- y un lleno de público asegurado.
La alarma -"que suena igual que los cochecitos locos de la feria", en acertado comentario de un empleado del santo lugar- estuvo actuando como reclamo durante todo el día, a la vez que el inventor se veía rodeado inmediatamente de personas -muchas de las cuales habían ido expresamente a presenciar la función- a las que exponía una y otra vez los misterios y utilidad de su creación. Fernández empezó con tono quedo, casi susurrante, a despachar su mercancía post mortem y, conforme el público fue jaleándole e interesándose por el lugar en que había que colocarle la alarma al presunto difunto, nuestro hombre se animó y terminó contando el invento con la voz y el estilo del mejor vendedor ambulante. Entre demostración y demostración, Manuel Fernández se llevó todo el día intentando que le prestaran un ataúd. A última hora, y ante la llegada de la Prensa y la televisión, una casa de seguros se atrevió a facilitárselo.
El muerto voluntario resultó ser un sepulturero de 34 años, epiléptico y feliz al protagonizar un acto tan multitudinario. "Él mismo", nos dice un compañero suyo, "se ha encargado de comunicárselo a medio pueblo". Envuelto en raso y cables y con una amplia sonrisa, se metió en el ataúd común. Taparon el nicho con la lápida y se produjo la apoteosis de luces y sirenas. El invento había funcionado.
Ningún incidente en todo el día. Quien quiso escuchar a Manuel Fernández -antes, después o en medio del homenaje a sus difuntos-, lo escuchó y aportó su granito de ingenio; quien no, continuó limpiando sus nichos, releyéndolos y plagándolos de flores.
Manuel Fernández reconoce que, a pesar del éxito de público, no ha vendido ninguno de sus artilugios, "aunque ya se han interesado en comprarme la patente en un pueblo de Tarragona y una editorial de Barcelona quiere que publique un libro". Asegura que el origen de su invento no está en ninguna experiencia personal, sino "en la impresión que me causó leer las declaraciones de un médico francés que decía que un 3% de las personas son enterradas vivas". De cualquier forma, "pese a que hay errores", dice no desconfiar de los diagnósticos médicos, "aunque sé que con esto más de uno se va a salvar".
Los precios "son muy económicos", y oscilan entre las 5.000 y 15.000 pesetas, "aunque tengo modelos de hasta un millón depesetas, que no están al alcance de todos".
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