Un cementerio, sin muertos
Las calles de Albillos están rebozadas de barro seco, y la última generación de sus habitantes será la primera en acostumbrarse desde la infancia a convivir con alumbrado público y agua corriente. Apenas, 11 kilómetros separan su plaza de los largos paseos de la capital burgalesa. Y a pesar de la pequeñez de la localidad, sus 183 habitantes tienen siempre cosas que contar, la mayoría curiosas. Esta es la historia de un pueblo que, por rebelarse contra una decisión de su alcalde, dispone de un cementerio sin un solo vecino.
Desde la sede del Ayuntamiento de Albillos se escuchan algunos disparos de cazadores que han acudido a las cercanías del pueblo para bajar algunas piezas. Cualquier visitante despierta expectación entre los tranquilos lugareños que manosean el naipe en la taberna, una cantina que está situada cerca de una plaza que seguirá sin llamarse Mayor mientras no haya otra.Eustasio Santamaría, el dueño del bar, fue campanero y alguacil, como su padre. Ahora ya está retirado y ha colgado la cuerda y el badajo. "Aquéllo sí que era tocar las campanas", dice Timoteo Mariscal, su sucesor como alguacil, que recuerda haber oído de niño el repiqueteo con que les obsequiaba Eustasio. "Las hacía cantar", insiste.
Eustasio Santamaría conoce bien la historia del camposanto. "El alcalde de entonces, de hace 15 años, Valentín Arlanzón, se empecinó en que había que hacer otro cementerio. El que hemos tenido siempre estaba al lado de su casa, en el centro del pueblo. Y mandó hacer el otro, en las afueras. Pero a la gente de aquí nunca le gustó la idea, y siempre nos hemos negado a llevar a los muertos allí, porque en el cementerio viejo hay holgura todavía.
"Aquí", añade, "se muere aproximadamente una persona por año, ésa es la media que viene a salir, pero nunca llevamos a nadie a aquel sitio".
Parece que hay una cierta prevención con eso de estrenar cementerios. Timoteo Mariscal, el alguacil, un hombre de tez absolutamente morena y ojos avispados, simpático, dicharachero y ocurrente, cuenta con la boina en la mano que en un pueblo próxímo un rico terrateniente donó al municipio un terreno para que hiciesen el nuevo cementerio. Algo que lamentablemente no resulta inverosímil en una tierra que se despuebla.
El hacendado, quizás a la vista de la experiencia de Albillos, prometió entregar 50.000 pesetas a la familia que llevase allí el primer difunto. Una generosa oferta por parte del terrateniente.
"Y resultó", cuenta Timoteo, "que el primer muerto fue su padre".
El ataúd que dio la vuelta
En Albillos no debió de importar mucho el partido del nuevo alcalde. Timoteo Mariscal, que está al tanto de todo y normalmente se sabe los chismes de sus vecinos, se queda sorprendido al ver que le preguntan en qué candidatura se presentó el ganador de las elecciones municipales. Timoteo da una voz para que le escuchen al otro lado de la puerta y pregunta: "Oye... ¿de qué partido es Fernando?". "Del PSOE", le contestan. "Del PSOE pero independiente", añade otro.El nuevo alcalde es Fernando Ruiz, que estudió maestría industrial. Seguramente por su juventud, ve el problema del camposanto con cierto distanciamiento. "Hacer el nuevo cementerio le costó al pueblo 20.000 pesetas de hace 15 años, y además la Diputación dio una subvención. La gente nunca estuvo contenta, porque pensaban que se podía haber empleado el dinero en otra cosa o porque, como dicen muchos, la tierra en que se hizo era muy húmeda, y los ataúdes podían darse la vuelta".
Ante la extrañeza en el gesto del interlocutor, el alcalde explica que "una vez, en el cementerio viejo, enterraron a un difinto, y cuando acababan de introducir la caja se inundó de agua la tumba, porque había llovido mucho esos días. La caja se quedó flotando, y la gente empezó a decir que si eso pasaba en el cementerio antiguo qué no ocurriría en el nuevo, que está en una zona más húmeda".
Timoteo se apresura a aclarar: "Y en realidad lo que pasó es que el muerto era un señor que pesaba poco".
Eustasio Santamaría, el dueño de la taberna, recuerda que el día en que se iba a inaugurar el cementerio el alcalde se escaqueó. "Con motivo de la fiesta, primero se iba a celebrar una misa y luego la bendición del cementerio. Pero después de la misa el alcalde dijo que se tenía que marchar. Él ya sabía que lo del cementerio no había gustado. Entonces el cura y los demás dijeron que a qué ton iban a ir ellos si el alcalde no estaba. Y el cementerio se quedó sin bendecir". Eustasio, hablando con la claridad del hombre sencillo, no párece tener muchas simpatías hacia aquel alcalde. "Es que encima se murió su mujer y tuvo los santos cojones de llevarla a enterrar a Burgos".
La casa de los Arlanzón, la familia del antiguo alcalde, tiene un amplio granero. Efectivamente, el viejo cementerio está al otro lado de las ventanas laterales. No resulta difícil imaginar al alcalde de aquellos años levantando la persiana y volviendo la cabeza incómodo ante tanto habitante del otro barrio.
Valentín Arlanzón no está en el pueblo, y es uno de sus hijos mayores, Pedro, de 22 años, quien atiende al visitante. Resulta curioso: cuando el forastero intenta entrar en conversación pidiéndole que cuente anécdotas del pueblo, sus primeras palabras se refieren al cementerio. "Fíjese, en este pueblo tenemos un cementerio sin muertos".
Dice haber oído a su padre muchas veces las argumentaciones sobre tan espinoso asunto, y se ofrece a repetirlas. "El cementerio viejo está en el centro del pueblo. Yo me acuerdo, claro, de que cuando era chico mis amigos y yo pasábamos corriendo por aquí. En cuanto veíamos las tapias, oye, ya echábamos a correr, para pasar cuanto antes y llegar a casa. Y por la noche, como no había luz, mecagüen, nos deshacíamos de miedo. Luego, ya nos hemos ido acostumbrando. Mi padre quería hacer otro cementerio porque este terreno del centro del pueblo se puede aprovechar mejor, y porque además en el nuevo se podrían hacer nichos, que en este no se puede. Ahora, lo que está claro es que todo se hizo con los permisos necesarios y que por ahí no le pueden coger a mi padre, porque está todo clarísimo y todo muy legal".
Pablo Arlanzón explica que la oposición a tal idea se debió a que "en los pueblos hay muchas envidias, y un grupo de vecinos empezó a decir que nosotros nos habíamos hecho la casa y el granero con el dinero del ayuntamiento". Con tristeza, secándose de vez en cuando el sudor porque hasta hace un momento estaba trabajando, Pablo cuenta que "este pueblo está dividido en dos grupos, y aunque nosotros tenemos más cultura, que incluso un hermano mío es licenciado en Filosofía, ellos están más unidos, y por eso ganaron en las elecciones los que ellos querían". Después aprovecha para colocar su puya y advertir que "han puesto ahora los puntos de luz en las calles al lado de sus casas, y no donde hacen falta".
Pablo, imaginando quizá la crítica narrada previamente por, algún vecino, añade por su cuenta: "Mi madre murió en Burgos, en la residencia sanitaria, y por eso la enterraron allí".
El castillo del hotel
En la carretera Nacional I, poco antes de llegar a Burgos y en el lado izquierdo según se va hacia la ciudad castellana, el viajero puede observar un lujoso hotel que ha servido de residencia ocasional al Rey, al presidente del Gobierno, a ministros, presidentes de comunidades autónomas y a todo visitante que se precie. En la entrada, un templete y varios carros. de bueyes. Sin bueyes, claro, porque esto es un hotel de lujo. Junto al edificio principal se levanta el castillo que antaño estuvo en Albillos. Desde esa torre cayó en su día el Olegario, un vecino del pueblo, cuando quería espantar palomas. Nadie sabe con exactitud la fecha en que fue vendido el monumento. "Aquí en el ayuntamiento", dice el alcalde, "no consta la fecha, ni hay documentos. Lo vendió un particular, el dueño del terreno, hace unos 16 años". Los concejales y empleados municipales presentes abren un debate enseguida. "No, fue hace mucho más, hombre". Timoteo, el alguacil, basa todos sus cálculos tomando como referencia la fecha de la muerte del general Franco. No por nada, sino porque se le quedó grabada. El precio del castillo alcanzó unas 100.000 pesetas, según calculan.Timoteo, Mariscal repite obsesionado que quien más insistió para que vendieran el castillo fue el cura. "Y el ayuntamiento de entonces iba a ver al cura y se quitaba la boina, claro".
Pablo, el hijo del alcalde que presidió tal compraventa, alega que entonces la corporación no tenía fuerza. "No pudieron hacer nada por impedir que vendieran. el castillo". Las piedras, que conformaban cuatro paredes de cierta altura, sin otra cosa que el aire entre ellas, fueron llevadas, una a una, al complejo hotelero. Ahora albergan lujosas habitaciones.
Hace unos meses, los propietarios del hotel permitieron a los vecinos de Albillos visitar sus antiguas piedras. Y comprobaron, como esperaban, que en una de aquellas pesadas piezas permanecía indeleble la inscripción que uno de ellos había grabado de mozo. Era la piedra que ocasionó la caída de aquel muchacho, ahora emigrado a Barcelona, que pretendía ser el campeón del pueblo en espantar palomas. "La piedra cayó sobre él cuando se fue al suelo y se quedó cojo de una pierna", explica Timoteo.
Los 183 habitantes de Albillos -fueron todos a la visita- comprobaron el texto de la "piedra del Olegario", la tocaron, dieron las gracias al actual dueño, y se fueron de nuevo, muy dignos, a su pueblo, empeñados en seguir contradiciendo a Bécquer y demostrar que quien de verdad se queda solo es el cementerio.
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