Celibidache, un intérprete genial y verídico
Si no me equivoco, la última visita de Sergiu Celibidache a Madrid se remonta a 1979, cuando dirigió a la Nacional, El mar debussiano, el Bolero de Ravel y la cuarta de Bruckner. Poco antes nos había visitado con la London Symphony, con la que nos dio una inolvidable Iberia y una insuperable cuarta de Brahms.Sergiu Celibidache, inauguró ahora, al frente de la Filarmónica de Münich, el curso de la Orquesta Nacional de España (ONE). Se trata de una orquesta de larga historia (se creó hace 90 años), que conoció las batutas de Gustav Mahler, Richard Strauss, Fürtwängler, Kabasta y tantos otros. Desde hace algún tiempo (1979), el maestro rumano cuida de la Filarmónica muniquesa con arreglo a su técnica, que, a su vez, forma parte de toda una manera de pensar de la música.
Orquesta Filarmónica de Munich
Director: Sergiu Celibidache. Obras de Brahms y Bartok. Teatro Real. Madrid, 7 y 8 de octubre.
Para servir con fidelidad y perfección los exigentes planteamientos estéticos de Celibidache se precisan unas calidades de ejecución máximas, y la Filarmónica bávara demostró poseerlas en alto grado, tanto en la versión de la Tercera sinfonía, de Brahms, como en la del Concierto para orquesta, de Bartok.
Seguir la entera aventura de una y otra partitura, cuando el director evidencia desde los primeros compases que la música camina hacia unos puntos precisos y previstos que no pueden ser contrariados aquí o allá, es en verdad situarnos ante el hecho musical como algo irreversible.
Sucede que cada temporada escuchamos muchos conciertos, pero muy poca, escasísima música; eso que los pedantuelos denominan lectura suele albergar tantas dosis de superficialidad como de infidelidad: de desmaño, en suma. Es una forma, entre otras muchas, de hacer de la música industria, pues también en la denominada música clásica existe la presión industrial y un libro como el de Jacques Attalí ilumina bastante sobre este aspecto.
El hecho musical, como todo hecho profundamente artístico, exige la presencia de la verdad, capaz de admitir, por supuesto, diversas formas de expresión siempre que no rocen siquiera la suplantación, pues ésta destruye la verdad en su misma esencia. Suele decir Celibidache a sus alumnos que la música viene a ser como un viaje a través de un determinado camino: para llegar al punto de destino hay que atravesar llanuras y montañas, bosques o yermos y cada cual puede caminarlos según su propia manera; lo que no puede hacer es mudar la configuración del terreno.
El andar de Celibidache por la música es largo, enamorado del detalle, de una lógica tan elevada que la sitúa a niveles de magia. No se trata de un detallismo veleidoso, ni de una elección de tiempos producto del capricho, sino de obedecer imperativos de la música misma, en su ser más difícilmente aprehensible y en sus más complejas estructuras (que van mucho más allá, por supuesto, de la mera armazón formal).
Celibidache puso emocionalmente en claro la estructura del concierto bartokiano, pero no sólo la sonora, sino también la significativa o, para malentendernos, la sentimental. Esa suerte de amarcord del creador húngaro, en la que parece volver la vista a todo su pasado y a los diversos entornos que lo animaron y condicionaron, encontró en Celibidache un intérprete más que genial: exacto y verídico. Fue despedido con largas ovaciones.
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