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FERIA DE SAN MIGUEL DE SEVILLA

El dorado otoño de los maestros

La tarde fue de quites y fue de brillantes detalles, porque los maestros tienen un otoño dorado, y si no alcanzó más alta categoría tuvieron la culpa, al tiempo, unos toros reservones y desclasados y unas canillas que les fallan a los otoñales diestros.Fue de quites, completos en el toro que abrió plaza, mágico en el de Manolo Vázquez al que la cerraba, que ayer el Brujo de San Bernardo venía pletórico de inspiración. El primer tercio del toro que abrió plaza llenó de excelentes augurios la corrida; el público aplaudía puesto en pie y obligaba a saludar montera en mano a los tres espadas.

Había sido un tercio de quites por verónicas. La antología de la verónica se produjo allí, en la interpretación singular de tres artistas, por tanto de tres personalidades distintas, que además saben hacer el toreo como los ángeles. Manolo Vázquez rezumaba torería en las tres verónicas y media, con una chicuelina intercalada, a modo de guinda; Antoñete, hondura, acentuando la cargazón de la suerte, sobre todo en la media verónica, que recordaba la famosa de Madrid, y levantó clamores. Paula, genialidad, cuando recreaba el lance y lo adormecía.

Plaza de Sevilla

1 de octubre. Primera corrida de la feria de San Miguel.Toros de Socorro Sánchez Dalp, con trapío, reservones y deslucidos, excepto el quinto, muy noble. Manolo Vázquez. Pinchazo hondo bajo (vuelta). Media baja atravesada (palmas). Antoñete. Estocada corta, baja y atravesada (oreja). Estocada contraria (vuelta). Rafael de Paula. Dos pinchazos y otro bajo y atravesado (algunas palmas). Media estocada caída (silencio).

"¡Je, toro!", "¡Vente, torito, vente!", rompía el silencio de La Maestranza Manolo Vázquez en la faena de muleta, que les habla a los toros, o quizá les canta, más si son tardos como aquel pelmazo colorao que salió en primer lugar. E instrumentaba los ayudados por alto ganando terreno, otros por bajo de filigrana, naturales consintiendo y obligando; bonitos los naturales de frente, llenos de hondura, espontaneidad y arte los que cuajó cargando la suerte. No podía haber más. Y aún menos podía haber en el cuarto, un ejemplar de trapío, cuajado y cornalón, al que se ovacionó de salida, el cual tenía mansedumbre, bronquedad y sentido. Inesperadamente, Manolo Vázquez le desafió con la muleta en la izquierda y el descastado toro, bravucón, violento y gallito hasta entonces, no soportó el, desafío, se arrodilló ante el torero; no quería pelear.

"¡Yu!, ¡yu!", citaba Antoñete, solemne y clásico para arquear esa pierna de la que tiene hecho monumento la afición de Madrid, en unos ayudados largos que ocasionaban admirativos murmullos arriba y abajo por los tendidos de La Maestranza. En el toro probón la faena resultó meritoria, aunque le saliera desligada, y alcanzó momentos cumbres al interpretar el toreo en redondo, abierto el compás; en el nobilísimo quinto, salpicada de detalles, pero sin temple, salvo en algunos derechazos, y por añadidura, deficientemente construida. Luego supimos que al maestro el toro le había pisado. Empezábamos a comprender.

"Me voy tranquilo a casa"

Ni je, ni yu, ni ya: Paula apenas susurra al citar, o ni susurra. Tampoco le hace falta. Con las frenéticas palpitaciones del artista le basta al toro para darse por citado y hasta podría levantar acta notarial. Los toros aplomados no le van a Rafael de Paula y así le salieron los dos. A uno, ni acertaba a moverle un metro allá, en la brega, y la gente aplicaba guasas a su impericia. Porfió mucho, la muleta en la derecha, cerquísima de los pitones. Demasiado cerca para que el toro pudiera embestir. Aun así, en el sexto cuajó tres redondos de su especialidad, bellísimos, suaves, irrepetibles. "Me basta; con estos tres pases ya me voy tranquilo a casa", comentaba un paulista.De cualquier manera, eran un regalo, porque la plenitud había llegado con el quite de Manolo Vázquez a ese sexto toro, por chicuelinas de frente, citando a mucha distancia, embebiendo la embestida en el mágico aleteo del capote. Al tercer lance, ya estaba en pie la plaza, y fue la locura cuando el diestro de San Bernardo remató con media verónica, por delante, juntas las zapatillas, convirtiendo en fantasía el vuelo escarlata de la percalina; el dramático juego del toro, que giraba al compás, ciñendo sus pitones al perfil del torero. Y éste salía de la suerte al paso, marchoso; se paraba al alcance de la res; correspondía montera en mano al entusiasmo del público.

Púrpura envolvía la giralda, que doblaba las campanas, y se hacía oro en el ocaso cuando los maestros otoñales cruzaban el ruedo, lentamente, bajo una ovación de gala. Arte y torería habían derramado en La Maestranza.

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