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Tribuna
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Un cineasta entre la política y las obsesiones íntimas

A sus 39 años, el director vasco Eloy de la Iglesia ha realizado ya 19 películas, cifra poco usual en quien no se ha sujetado a las normas industriales del cine de consumo. Comenzando a los 20 años, y sin formación académica previa, Eloy de la Iglesia ha expuesto en sus películas, con desigual resultado, un mundo propio en el que se combinan sus obsesiones íntimas con juicios críticos sobre aspectos de la vida política española. Deudor tanto de su militancia comunista como de su marginacion personal, el cine de este autor también ha dependido de los avatares del mercado de forma que cada nueva película atiende especialmente la necesidades de consumo de públicos coyunturales.Ante esta obra en la que la sinceridad se mezcla con truculencias, y un claro afán panfletario se expresa en una narrativa melodramática, convergen los odios y aplausos de buena parte de la crítica cinematográfica española, sin duda, porque tampoco ella queda exenta de cierta herida por el escandalo (Eloy de la Iglesia da siempre un paso más del que se puede prever en un hombre osado) y de la huella que ha marcado el erróneo criterio de que el cine interesante es sólo el que respeta determinadas leyes formales. Con este director se establecen enfrentamientos que nacen del compromiso político de cada cual, y en consecuencia, del valor que se dé a un tipo de comunicación que se establece primordialmente con un público juvenil y de barrio obrero. Pero De la Iglesia agrede a veces por su verdad y, otras, por sus abusos dramáticos, tan primarios.

Es también un hombre hábil en la conversación que respondió con seguridad las preguntas de la conferencia de prensa de El pico, su última película presentada en el Festival de San Sebastián. Sabe por qué ha utilizado cada elemento en su película y, esté o no en lo cierto, logra convencer. Las inquietudes de los periodistas ante El pico no eran, sin embargo, nuevas, y sólo criticaron algunos detalles del filme. Probablemente porque en El pico su director ha utilizado casi solo las trampas propias del melodrama, sobre todo en la segunda parte donde, lejanas ya las explicaciones esquemáticas, el conflicto se diversifica para atender al tiempo las angustias de un joven heroinómano y la crisis de su padre, comandante de la guardia civil, que comienza a alimentar violentas dudas sobre su papel social.

En el decorado del País Vasco, en el que la película se sitúa, esos dramas se multiplican de nuevo al relacionar al guardia civil con un diputado abertzale, padre de otro heroinómano, con quien hasta estonces estaba enfrentado. Sin recurrir por ello a la sutileza, el director ha filmado en El pico su melodrama más sugerente y ambiguo, aunque esa ambigüedad no elimine tampoco el panfleto directo.

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