La cultura cautiva
EL PIANISTA soviético Alexander Toradze pide protección en España dejando atrás la sombra del primer violín de su orquesta, ahorcado en un hotel español por su propia mano -aunque nunca se sepa qué hay detrás de la mano de un suicida-, mientras el director de escena Yuri Liubimov ha intentado refugiarse en Londres. Son sucesos ya habituales. Otras veces sus protagonistas son anónimos, discretos, desconocidos. Puede huir el que puede viajar, y el que puede encontrar un desarrollo fuera y no dejar mucho dentro o detrás de él. Pero los hombres de la cultura tienen una doble razón. Decía Sartre que el intelectual bajo una dictadura tiene un doble sufrimiento: el de hombre y el de intelectual o comprometido con su tiempo y sus libertades. El hombre de arte y cultura necesita más oxígeno para respirar. Y la producción y represión de la cultura en la URSS es una asfixia. La arigustia viene de muy lejos. Esenin se ahorcó en Leningrado en 1925; Mayakovski, en Moscú, en 1930. Resistieron lo que pudieron a la conversión de la cultura revolucionaria en otra cosa: en lo que estrictamente fue una contrarrevolución.Se sabe de qué planificación, de qué premisas, de qué cálculos partió esa opresión. De un infinito error. Se suponía entonees por las autoridades revolucionarias que el arte y la cultura debían estar hechos para la comprensión directa del pueblo, que no parecía dotado más que para el "realismo socialista", y que todo lo que no fueran esas directrices -que están explícitas y definidas en el propio Stalin, y preparadas en Lenin- era una intromisión de culturas burguesas en decadencia, de descomposiciones y de: amenazas a la salud moral. Son palabras eternas en bocas totalitarias; y Hitler no tardaría en pronunciarlas yen proceder al mismo éxodo -bajo pena de muerte- de sus intelectuales.
Se sabe, pues, cómo empezó todo, con qué doctrina y con qué voluntad, y se puede ver ahora cómo el paso del tiempo ha congelado la cultura. En la calle de Atocha están las estrellas del Bolchoi; en el Centro Cultural de la Villa de Madrid está la Semana Soviética. Toda la belleza que encierran esas muestras viene de antes. Es una cultura antigua, brillante, colorista, folklófica. Está tan embalsamada como el propio Lenin en la plaza Roja. Una estética. popular, una escuela conservada, y ni un paso más. Probablemente el Estado soviético sea el que más se gasta en el mundo de hoy en las educaciones culturales y artísticas; el que más fomenta la creación de músicos, actores, escritores. Produce algunas grandes maravillas técnicas, y una especie de frigorífico para conservar el pasado que conviene conservar en forma de museo. Va dejando detrás una estela de pianistas tránsfugas, concertinos ahorcados, directores de escena refugiados, bailarines fósiles, pintores miméticos.
Es una lección. De esta inmensa tragedia hay que aprender que no basta con paternalizar al artista, con subvencionarle desde la cuna a la tumba o facilitarle una dacha para el verano; y que no sólo no basta, sino que produce los factores contrarios. No es la estatalización, no es la adulación o el mimo lo que produce el arte y la cultura, sino la libertad. Una libertad en la que se incluye el derecho a experimentar, a discutir verdades oficiales o tradicionales, a criticar, a inventar lo que no ha sido inventado antes. Hay un Occidente en el que se tiende a esa protección y a esa culturización de programa político -todavía, desde luego, con una inmensa distancia-; puede mirarse en el espejo oscuro de los resultados soviéticos para contenerse a tiempo.
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