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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El honor y la baronesa

Sucede con frecuencia que al disparar algunas palabras al aire erramos el tiro, con el riesgo inmediato de que nos puedan corregir la plana. Les asignamos un significado que no encaja estrictamente con su esencia, es decir, hablamos por aproximación a las ideas. Cuando caemos en la cuenta, acudimos al diccionaro o a nuestros amigos más cultos, para que nos instruyan y deleiten. La palabra honor, apaleada por una miríada de conceptos, es una de las que raramente aciertan en la diana, al desnaturalizarse por ignorancia o interés. Como un guadiana tipográfico, asoma con cierta regularidad a las páginas de los periódicos. La última vez que se escribió, generó una polémica surrealista que afectó levemente a la libertad cinética de algunos militares. Una irresistible curiosidad me acerca a ese mundo, a veces delirante, del honor.El vocablo honor tocó mi mente por vez primera cuando, de niño, leía un delicioso libro de humor: Las siete columnas, de Wenceslao Fernández-Flórez. Relata la historia de la gentilísima Azucena. Por defender su honestidad murió toda su familia. Cuando temió que su pureza peligraba, se suicidó. En el panteón familiar la esperaba su padre con la pregunta:

"Dime, hija mía, ¿y tu honor, que es también el nuestro?".

"Lo traigo conmigo intacto, padre querido", contestó la joven ruborizándose. Tiempo después confesó consternada a una vieja difunta que su honor se lo había comido un gusano.

La tragedia de la dulce Azucena es paradigma de un determinado concepto del honor identificado con la conducta sexual de las mujeres. Ampara un rasgo machista gravemente discriminatorio. Si el varón ejerce una conducta sexual activa y variada, obtendrá fama y crédito social.

En la Constitución de Carlomagno, inserta en la ley de los lombardos, está el origen y formación de los artículos particulares sobre el honor. Según éstos, si un hombre que se había comprometido por su palabra se retractaba, era castigado. Hoy, cuando alguien dice palabra de honor, se le observa con desconfianza; los jueces ordenaban batirse a aquellos que recibían un mentís; los hidalgos se batían entre sí a caballo y con sus armas, los villanos se batían a pie y con un garrote. Con esta norma ya asomaba el carácter básicamente clasista del honor.

El honor, con sus códigos propios, algunos ridículos y extravagantes, fue imbricándose aceleradamente en las sociedades urbanas y rurales. Alcanzó altas cotas de influencia política cuando, según analizó Montesquieu, se constituyó en motor y resorte de los Estados monárquicos. Por entonces sus leyes y reglas reinaban sobre el príncipe y el pueblo, dando vida a todo el cuerpo político. La exigencia educativa era rígida y peculiar: una vez situados en un rango determinado, no debemos hacer ni soportar nada que pueda hacernos aparecer como inferiores. Se confirmaba que el honor, por naturaleza, servía a los sistemas autoritarios y a sus servidores más conspicuos: la nobleza.

El honor fue codificado inflexiblemente. Al regir sólo para la nobleza se convirtió en el vector operativo que la apiñaba frente a la plebe. Los ejércitos, a cuya oficialidad accedían aristócratas y terratenientes, acogieron esos códigos y añadieron otros; con ello, el honor militar adquirió carta de naturaleza y los militares, poseedores de la fuerza, se erigieron en clase diferencial respecto al pueblo desarmado.

A veces, el sentido del honor desarrollado en los ejércitos ha adoptado, a lo largo de la historia, formas absurdas y pintorescas. Por ejemplo: era tan alto el despilfarro de oficiales alemanes producido por los duelos, que, para evitar su aniquilación, se decretó, en 1688, la condena a muerte para los que participaran en ellos. Como manifestación concreta del honor, lord Cardigan equipaba a su regimiento, el undécimo de húsares, con uniformes tan deslumbrantes que se gastaba de su propio bolsillo 10.000 libras anuales; don Friolera, patético personaje de Valle-Inclán, grita desconsolado: "En el Cuerpo de Carabineros no hay cabrones".

En este país, el honor militar pretende estar cuasi codificado en el ámbito del código penal castrense. Aparecen en él, como delitos contra el honor militar, algunas conductas que pueden encuadrarse fácilmente en otro lugar; los tribunales de honor separan del servicio a quienes cometan actos contrarios a su honor. Dada la indefinición y el carácter gaseoso-ambiguo-periférico del honor, el oficial puede sentir una sutil incomodidad e indefensión. Deben suprimirse estos tribunales, al igual que los expedientes gubernativos por actos contra el honor militar, hasta que alguien sea capaz de construir un concepto sólidamente unitario del honor militar desde el punto de vista penal-positivo. Los suboficiales y la tropa, en varios artículos del citado código, no participaban del honor. Más claro: un determinado hecho será delito contra el honor militar si lo protagoniza un oficial; si lo protagoniza un suboficial o un soldado no será delito contra el honor militar, será otra cosa.

Los españoles, al leer o escuchar la palabra honor, palidecen. Recuerdan que los golpistas del 23-F la esgrimieron como excusa para dinamitar la dignidad, la libertad, la cultura y la vida. Por ello, es conveniente que los ciudadanos conozcan algo que se escribió dos siglos atrás. El autor fue Montesquieu, el libro es Del espíritu de las leyes: "Extraño honor que hace que las virtudes no sean sino lo que él quiere que sean, que pone reglas a todo lo que nos prescribe, que extiende o limita nuestros deberes a su antojo, ya tengan su origen en la religión, en la política o en la moral". El concepto de honor patrio, que hace morir a millones de seres en guerras que disfrazan de ideales colectivos los intereses privados, es otra variedad desgraciada del honor.

En La Codorniz, revista de humor durante la pertinaz sequía cultural, leímos las palabras de un padre a su hija: "No olvides, hija mía, que el honor vale más que las pesetas y casi tanto como los dólares".

Ángel García Oviedo es capitán del Ejército.

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