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El viaje

El portero de noche del hotel de San Sebastián me despidió, casi de madrugada, con un mensaje paternal en sus ojos de sueño. Hallá iba yo rumbo a lo desconocido, pegada al culo de la tormenta, de regreso a Cantabria, envuelta hasta las cejas en un impermeable y confiada a los cuidados del más hábil taxista del lugar. Tenía que llegar a Santander antes de mediodia y, por precaución, salíamos con el alba. El pésimo estado de las carreteras, tras las inundaciones, hacía temer lo peor.Si el camino está muy mal, no se le ocurra seguir. Su habitación la estará esperando", me dijo el portero de noche mientras se abrochaba la chaqueta y recuperaba poco a poco su apariencia de portero de día.

Casi inmediatamente vino la sorpresa. La autopista San Sebastián-Bilbao estaba desierta a esas horas, profanada solamente por vehículos del Ejército de Tierra que circulaban hacia puntos de emergencia y por algún que otro turismo extranjero en cuyo interior los ocupantes mostraban la misma expresión, mezcla de temor y osadía, que exhibíamos el taxista y yo, y la sorpresa consistía en que uno podía circular estupendamente.

No es que las huellas del horror no aparecieran aquí y allá. De improviso, a la altura de Elgóibar, el asfalto de la autopista se retorcía como una pústula gigantesca e informe bajo los neumáticos. Mas adelante, un improvisado pasillo de, conos anaranjados como gorros de payaso, te obligaba a serpentear por entre los escombros. Los hierros retorcidos se inclinaban en los arcenes como flores marchitas, y a ambos lados los prados parecían campos de arroz.

Con todo, se circulaba, y volvía, suavemente, la vida. De forma que el taxista, los extranjeros de los coches, y todos, sonreíamos. Así proseguimos nuestro viaje, con la bobería del afán de supervivencia pintada por lo menos en un tercio del semblante. El túnel que había sido inundado por las aguas otra vez se encontraba milagrosamente seco y la carretera nacional que enlaza con Santander ofrecía, pese a los repentinos mordiscos con que la había obsequiado la mar, posibilidades de seguir adelante. Hasta el cruce de Castro Urdiales, precaria, pero esperanzadamente apuntalado, mostraba visos de mantener el tipo.

Cierto; alguna espléndida rata paseaba impunemente por las calles de Laredo, pero era preferible cerrar los ojos y pensar en las ovejas que había visto pastando junto a la autopista, triscando alegremente, en la ignorancia del mucho llanto que había costado la jugosidad de la hierba.

Llegué a Santander después de un viaje que duró una hora menos que el que me había llevado a Donosti. Y, para mi pasmo, me encontré con que el conductor que en aquella ocasión me acompañó acababa de regresar solo un poco antes: había quedado atrapado en Éibar, poco después de dejarme. Digo yo que escribo esta curiosa historia por si me lee el portero de noche.

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