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Claudio Sánchez Albornoz, en la hora de Ávila

El ilustre historiador regresó ayer a su ciudad natal, después de 43 años de exilio

Hace 43 años que Claudio Sánchez Albornoz abandonó su Avila natal para exiliarse. Ayer volvió, "cansado, muy cansado". Y es que, en efecto, la hora precedente a la llegada del insigne exiliado a su ciudad natal había estado presidida por los nervios, y, sobre todo, por el acoso de los periodistas. Ya los doctores Espinós y Aboín -sobrino de don Claudio- habían amonestado repetidas veces a los reporteros gráficos para que dejaran en paz al anciano: fue inútil. El asedio, más el viaje, justiricaron el cansancio

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Mi abuelo Claudio

Eran exactamente la una y trece minutos de la tarde en el reloj de cuco que preside la entrada del piso que, en Ávila, posee Mari-Cruz Sánchez Albornoz, una de los tres hijos del historiador -los otros son Nicolás y Concha-, cuando el ilustre anciano entró en la casa: las ocho y trece de la mañana, pues, en ese Buenos Aires cuya hora sigue conservando en uno de los dos relojes de bolsillo, gemelos, de oro, que heredó de un bisabuelo. En el otro, allá en la capital argentina, durante el larguísimo exilio, ha apuntado siempre la hora de España. Yo no sé si será casualidad, pero don Claudio lleva el tiempo de Buenos Aires metido en el bolsillo izquierdo de su chaleco: justo encima del corazón.Tras pasar alrededor de dos semanas de hospitalización en el Clínico, repuesto ya por completo -aunque sigue necesitando control médico y mucho descanso-, Claudio Sánchez Albornoz se encontraba ayer por la mañana, vestido de punta en blanco, sentado en su habitación del hospital, dispuesto a que le atravesaran los flashes. Un impecable traje gris, el sombrero de paño sobre la cama y el bastón apoyado en la pared, muy cerca. Estoico: "Pero, ¿por qué me hacen tantas fotos? Si estoy hecho un viejete...". Luego, con mucha ironía, bendecía con las marfileñas manos a sus verdugos gráficos.

"Ayer hizo cuarenta años que me instalé a vivir en Argentina", fue una de las pocas cosas que dijo el maestro antes de que su hija Mari-Cruz y su nieta nos rogaran dejarle tranquilo. A las doce en punto salía don Claudio de la habitación. Hubiera querido hacerlo por su propio pie, pero los médicos prefirieron asegurarse poniendo a su servicio una silla de ruedas. "Pero no le hagan fotos en la silla", encareció la hermana. Petición inútil. Siguieron las fotos y don Claudio, indefenso, llegó hasta el coche que le estaba esperando como un pajarillo a quien le están intentando arrancar las plumas. Luego fue la carrera, persiguiéndole por la autopista como en una serie de la televisión, hasta que el automóvil le depositó ante el bloque de apartamentos en donde está el piso de su familia.

Reencuentro con otra Ávila

Poco va a decirle esa Ávila que contemplará desde la terraza, esos edificios de ladrillo con techos de pizarra como gorros de bruja, al hombre que abandonó la ciudad de Teresa cuando todavía se veían los campos abiertos y el aire estaba limpio. Hoy, a la puerta de lo que va a ser su casa, unos pocos municipales y algunos curiosos le aguardaban. Cerca de la plaza había mercado, como todos los viernes, y los ganaderos cerraban sus tratos. No pasaba nada, excepto que un hombre de los que llevan la historia en la piel había llegado a la tierra de la que siempre supo la hora. Le introdujeron, nada más llegar, en un dormitorio en el que se repondría del viaje durante un rato.

Hay que lamentar que el cansancio le impidiera soltar alguna de sus socarronerías a este hombre de noventa años que, todavía anteayer, le gritaba como un joven brioso al editor de su próximo libro -Aún- para que no le cambiara una coma de las galeradas; que sigue tomando notas y recogiendo apuntes para la labor que le queda por hacer; que estos días, en cuanto la salud se lo ha permitido, ha contemplado con ojillos pícaros a las enfermeras y se ha ofrecido, vacilón, a hacerles un hueco en su cama.

Hubiera sido hermoso, incluso, contemplar uno de sus repentinos ataques de genio, como cuando recordó, de repente, que los franquistas, después de la guerra, le habían expropiado la magnífica casa que fue de sus abuelos. "Que venga un periodista, que venga", bramaba ese día, lleno de indignación, "que voy a contar cómo me la quitaron". Sus hijas lograron disuadirle, pero seguro que, en cuánto pueda pasear por Ávila, va a sentir arañazos en el corazón cuando contemple el nuevo edificio que se eleva en el solar familiar, que ahora alberga la Caja General de Ahorros y Monte de Piedad de Avila.

Ese anciano lleno de vida, de interés, de curiosidad, que ha hecho despejadísimo el camino de ida hasta Ávila, evocando recuerdos a cada recodo del camino, tiene todavía muchas cosas por decir, por enseñar.

Como le enseñaba a su nieto predilecto, que se llama Claudio, como él, y al que tuvo muy cerca desde siempre: éstas son las catedrales de España, le decía; ésto es el románico de España, le decía. "Llegué a aprenderme la lista de todos los reyes españoles, desde Isabel y Fernando hasta la República". Dice el nieto que, a veces, hubiera querido tener un abuelo más normal, con el que callejear o ir de tiovivos, y que sólo con el tiempo comprendió la inmensa suerte con que contaba. Supongo que eso es también lo que le ocurre a este país.

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