Un hombre amante del lecho duro y las paredes desnudas
Todos tenemos nuestra última vez. Diariamente. La última vez que vemos a fulano, y no lo sabemos, la última vez que hacemos el amor con mengano, y no lo sabemos, la última vez que contemplamos la armonía de una esquina, e ignoramos que al día siguiente será demolida, arrasada. Luis Buñuel estuvo en Madrid por última vez en 1980, con motivo de una semana que el Ayuntamiento y la Diputación organizaron para homenajear a los cineastas del exilio; Luis Buñuel dio por última vez su habitual paseo cotidiano por los alrededores de su casa mexicana hace casi cuatro años; Luis Buñuel rodó por última vez en 1977, y la película era Ese oscuro objeto del deseo. Sus tiempos postreros están cuajados de adioses. Sin embargo, te resulta dificil no pensar que él, a diferencia de la mayoría de nosotros, lo sabía. Porque disfrutaba de esa inteligencia de la sangre que parece privativa de los legendarios patriarcas cuya visión se alarga por encima del presente.La casa donde Luis Buñuel ha transcurrido, sabiéndolo, los últimos años de su vida, no tiene nada de particular. Está en la colonia del Valle, en la ciudad de México, y es austera y silenciosa como él mismo, que ha sido siempre un hombre despojado, amante del lecho duro y de la desnudez de las paredes. De aquí no se ha movido ni para asistir a homenajes: ni al de Cannes, en el 81, ni al de París, a finales del 82, ni a todos cuantos se han apresurado a arrojarle encima, oportunistas, al advertir que el genio podía dejarnos para siempre en cualquier momento. El único esfuerzo que Buñuel realizó -y debió costarle mucho hacerlo- fue recibir en su casa, entre sus muros blancos desprovistos, como él, de retórica, a la delegación que, presidida por el ministro de Cultura, Javier Solana, fue a entregarle el lazo de Isabel la Católica. Ese día, Buñuel estuvo afable y cariñosamente irónico, bromeando acerca de si debía haberse vestido de etiqueta o no.
Las raíces de un hombre libre
Fue la suya una familia de terratenientes aragoneses, de Calanda, provincia de Teruel, un pueblecito anclado aún en la Edad Media y puntuado por el ensordecedor tronar de los tambores que los mozos aporreaban, y siguen haciéndolo, durante la Semana Santa. En pocas palabras hay que decir que hizo el bachillerato en Zaragoza, con los jesuitas, y que luego se trasladó a Madrid para estudiar ingeniero agrónomo. Su padre era un indiano bellísimo que regresó a Calanda con 43 años y una pequeña fortuna, y allí contrajo matrimonio con una mujer de 18 para la que hizo construir una casa. Una mujer que, como cuenta Conchita Buñuel, una de las dos célebres hermanas del cineasta -la otra es Margarita-, cada vez que pegaba un sello de Franco en una carta se ponía las botas aporreándolo fuertemente.
Luis Buñuel, que era un mozo atractivo, atlético y bastante bruto cuando llegó a Madrid, estudió mal todo lo que le tocó en suerte, se licenció, finalmente, como pudo, en Filosofia y Letras, y tuvo la inmensa suerte de hospedarse en la Residencia de Estudiantes, lo que iba a cambiar su vida, o, major dicho, a dar cauce al volcán que llevaba dentro.
Ese chico provinciano, envuelto en panas, que llega a Madrid en 1917, va a ser el que hoy todos lloramos. Sus padres le inscribieron, gracias a la recomendación de un senador, en la Residencia en donde conocería a Federico García Lorca, Salvador Dalí, Rafael Alberti, Pepín Bello.. . Su amistad con García Lorca empezó el día de su primer encuentro, y vivió un momento de crisis cuando Buñuel, tan clásico en algunas cosas, le preguntó a Federico: "¿Es verdad que eres maricón?". El otro sólo le respondió: "Tú y yo hemos terminado". Pero esa misma noche se reconciliaron. Lorca le hizo conocer la poesía, la poesía española, sobre todo, y Moreno Villa le prestó muchos libros, que Luis devoró durante la epidemia de gripe de 1919, que les dejó prácticamente aislados en la Residencia: entre esos libros estaba Rojo y negro, de Stendhal, y no sería aventurado imaginar que en el personaje de Abismos de pasión, que Buñuel rodó muchos años más tarde, hubiera algo del Julián Sorel que aprendió en esa ocasión.
Dalí fue, con García Lorca, su otro gran amigo de la época. Y si para el pintor de Figueras ha tenido palabras implacables -aunque, casi al final de su vida, se ensanchara con la magnanimidad de la conciliación-, para aquellos tiempos de locura, de creatividad, de ingenio, tiene en sus memorias párrafos emocionados: "No puedo explicar día a día lo que fueron aquellos años de formación y encuentros; nuestras charlas, nuestro trabajo, nuestros paseos, nuestras borracheras, los burdeles de Madrid (los mejores del mundo, sin duda) y nuestras largas veladas en la Residencia". El Buñuel que hace atletismo, que se convierte en boxeador amateur, del hipnotismo practicado a costa de sus compafleros,se está haciendo ya a la vida nueva, a la necesidad de romperlo todo.
Su padre murió en 1923. Empapado en coñá, le vistió y le hizo el nudo de la corbata. Luego le veló. Estaba fumando un cigarrillo en el balcón cuando, de repente, oyó ruido en el comedor. Volvió la cabeza y vio a su padre de pie, "con gesto amenazador y las manos extendidas hacia mí...". Aquella fu la única alucinación que tuvo en s vida, pero a la noche siguiente, en que durmió en la cama del difunto puso el revólver del padre debajo de la almohada: "Para disparar sobre el espectro si se presentaba". Dice Buñuel que, si no llega a ser por la muerte del padre, se hubiera quedado mucho más tiempo en Madrid. Pero quería volar. Y voló A París, en 1925, como una especie de secretario de Eugenio d'Ors
Allí frecuenta a Unamuno, a artistas españoles que pintan, conoce a Juan Gris, a Picasso. Frecuenta el Dôme, La Rotonde, el Sélect y la Sala Wagram. Y va al cine hasta tres veces al día. Consigue que le acepten como chico para todo en el rodaje de Mauprat, con Jean Epstein como director.
Durante este tiempo ha entrado ya en contacto con el surrealismo y, cuando viaja a España esporádicamente, siente que su nueva postura le aleja de los postulados estéticos de García Lorca. Y le estaba acercando a lo que, en 1929, se concretaría en su primera película: Un perro andaluz, que rodó con la mitad de una cantidad de dinero que le prestó su madre; la otra mitad se la había gastado en cabarets. "El surrealismo fue, ante todo, una especie de llamada que oyeron aquí y allí, en los Estados Unidos, en Alemania, en España o en Yugoslavia, ciertas personas que utilizaban ya una forma de expresión instintiva e irracional, incluso antes de conocerse unos a otros... Así también, cuando trabajábamos en el guión de Un perro andaluz, practicábamos una especie de escritura automática, éramos surrealistas sin etiqueta".
Dice también que había algo en el aire, pero que lo decisivo fue su encuentro en el café Cyrano con gentes como André Breton, Max Ernst, Paul Eluard, Tristan Tzara, René Char, Pierre Unik, Tanguy, Jean Arp, Maxime Alexandre, Magritte... Y, a partir de entonces, su entrada en el grupo fue algo natural. "Por primera vez en mi vida había encontrado una moral coherente y estricta, sin una falla... Una moral que se apoyaba en otros criterios, que exaltaba la pasión, la mixtificación, el insulto, la risa malévola, la atracción de las simas... Nuestra moral era más exigente y peligrosa pero también más firme, más coherente y más densa que la otra".
Hollywood, y de nuevo Madrid
En 1930, recién rodada La edad de oro, la Metro Goldwynn Mayer le contrata para convertirle en un director apropiado, pero su viaje al legendario Hollywood no deja de ser una anécdota, algo circunstancial que le sirve para conocer a Chaplin, a Von Sternberg, a Ben Turpin y, también, la tremenda estupidez de los magnates de la Meca del Cine. En 193 1, con dinero que le había prestado la familia de Jeanne, su novia ya entonces -y que sería para siempre la mujer de su vida-, regresó a España. Llegó a Madrid en abril, dos días después de la proclamación de la República.
Regresó a París, y vivió en un apartamento de la calle Pascal los años que precedieron al estallido de la guerra, pero en el 34 se instaló en París. Desde 1932 había empezado a apartarse del surrealismo, del que le separaban, además de las disensiones políticas, "una cierta inclinación hacia el esnobismo de lujo que advertía en él". En ese mismo año hizo Tierra sin pan, en Las Hurdes, con el dinero de un amigo anarquista a quien le había tocado la lotería. La II República -"agitada por poderosas corrientes de derecha y de extrema derecha"- prohibió la película. "Era fácil adivinar que se avecinaba una época sangrienta", escribe Buñuel. Así era, pero aún, en 1934, a Buñuel le dio tiempo de casarse y de hacerse productor en Madrid, con despacho en la Gran Vía.
Cuando, en julio de 1936, estalló la guerra civil, su mujer, Jeanne, y su primer hijo, Jean-Louis, se encontraban a salvo en París. El, desde la ventana del hotel en donde se hospedaba su amigo Elie Faure, contemplaba las manifestaciones callejeras. "Un día vimos desfilar un centenar de campesinos, armados a la buena de Dios, unos con escopetas de caza y revólveres, otros con hoces y bieldos. En un visible esfuerzo de disciplina, intentaban marchar el paso, de cuatro en fondo. Creo que lloramos los dos".
No permaneció neutral. En septiembre de ese año fue requerido por el ministro de Asuntos Exteriores de la República, Alvarez del Vayo. La cita era en Ginebra, y en ese encuentro se le dijo que en París iban a necesitar hombres como el, hombres de confianza. Tendría que ponerse en contacto con el embajador. Aparentemente, su labor era reunir todas las películas de propaganda republicana rodadas en España; pero también se encargaba de organizar ciertas cenas en la embajada, y de informaciones y propaganda. Viajó mucho a países de Europa para solicitar ayuda para la causa republicana, y en varias ocasiones vino a España en misión oficial. Vivió intrigas y aventuras dignas de una narración novelesca.
Cuando, a sus ochenta años, Buñuel reflexiona sobre la guerra civil, lo hace sin fanatismo, con serenidad: "En el lado fascista, los crímenes eran cometidos por españoles más ricos y cultivados. Eran cometidos en mayor número, sin verdadera necesidad, con una frialdad mortal... Lo que me digo ahora, mecido por los sueños de mi inofensivo nihilismo, es que el mayor desahogo económico y la cultura más desarrollada que se encontraban en el otro lado, en el lado franquista, hubieran debido limitar el horror. Pero no fue así. Por esta razón, a solas con mi drymartin, dudo de las ventajas del dinero y de las ventajas de la cultura".
Dulce y prolongado final
Dice en su autobiografía que "hasta los 75 años no he detestado la vejez... Después, en los últimos cinco años, ha empezado verdaderamente". A continuación detalla los diversos achaques, las operaciones. Y dice: "Mi salud se ve rodeada de amenazas. Y soy consciente de mi decrepitud. Puedo establecer fácilmente mi diagnóstico. Soy viejo, esa es mi principal enfermedad". Describe entonces su rutina, y todo aquello que ha tenido que dejar de hacer. La falta de visión, el aislamiento impuesto por la sordera, el consuelo de los dos únicos martinis secos, preparados por el mismo, que puede tomar al día. El 23 de mayo del 82 escribe a su amigo, el escritor Emilio Sanz de Soto: "Estoy hecho un indecente viejo. Ya no viajo y apenas salgo de casa. Sólo de vez en cuando recibo la visita de algún amigo, para tomar unas copas y charlar un rato".
Se ha ido, apagándose poco a poco, terriblemente lúcido aún y pensando, tal vez, que lo único que le sabe mal de morirse es perderse lo que va a ocurrir. Aunque tal vez algún día se cumpla el deseo expresado en sus memorias: algún día quizás se levante de entre los muertos, se acerque a un quiosco para comprar los titulares y luego, encogiéndose de hombros, vuelva a su lugar en el cementerio. "Y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho en el refugio tranquilizador de la tumba".
Babelia
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