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Para que sea posible el desarme nuclear

Desde agosto de 1945 cuando los Estados Unidos arrojó la bomba atómica sobre dos ciudades japonesas densamente pobladas, la raza humana ha vivido con una pesadilla: el riesgo de autodestrucción prácticamente total. Desde 1949, fecha en la que la Unión Soviética hizo explosionar su primera bomba atómica, la humanidad ha tenido que vivir en un nuevo equilibrio del terror, agarrándose a la esperanza de que ninguno de los dos intranquilizadores gigantes, Estados Unidos y la Unión Soviética, se atreverían a desencadenar una guerra nuclear. En las tres últimas décadas los arsenales soviéticos y norteamericanos han aumentado hasta el extremo de que lo único que importa en ese equilibrio del terror es el número de veces que cada uno de ellos puede destruir al adversario, diez, quince o las que sean, en una conflagración que sólo podría durar unas horas. Paralelamente, otras naciones han adquirido, por su parte, la capacidad de fabricar armas nucleares, de forma que puede decirse sin exageración que para el año 2000 habrá más de una docena de Estados integrados en el llamado club nuclear. Muchos políticos, periodistas y hombres públicos, en general, se esfuerzan en subrayar los elementos positivos del problema. El equilibrio del terror, dicen, ha servido para mantener la paz mundial durante treinta años. ¿Por qué no, entonces, durante un par de siglos?. Y ello con mucha mayor razón por el hecho de que numerosos estadistas de los países libres o países socialistas tendrán también acceso al botón que puede desencadenar la guerra nuclear. En realidad, la evitación de la catástrofe, habida cuenta de que no han cesado las guerras de diverso calibre durante estos últimos treinta años, ha dependido de que hubiera tanto en Washington como en Moscú dirigentes razonablemente cautos y prudentes. Pero, supongamos que el poder de un Estado con capacidad nuclear lo detentara un Idi Amin, un Jomeini, o cualquiera de los numerosos militares que rigen los destinos de países latinoamericanos. Es evidente que el equilibrio del terror es como un débil junco al que azota el viento.Durante la última década ha habido un peligro que se ha intensificado considerablemente. A medida de que las armas individuales han ido disminuyendo de tamaño y aumentando de potencia y precisión, se ha convertido en una tentación, o casi mejor en un juego, hablar de respuesta limitada contra determinados objetivos, y especular, también, sobre lo razonables que pueden ser los estadistas que ordenen la destrucción de diez o veinte millones de seres humanos , después de lo que esperarían a ver cuál era la reacción de sus adversarios, presumiblemente siempre comportándose con su circunspección habitual. Esos planes, que existen tanto en Washington como en Moscú, son, literalmente hablando, producto de mentes enfermas. Asimismo, esos planes no tienen en cuenta el hecho de que la utilización de cualquier clase de armas nucleares causaría inmediatamente la desarticulación de todo tipo de comunicaciones y produciría un número de víctimas superior a la capacidad de ocupación de todo el sistema hospitalario mundial.

Es inverosímil que se plantee que en tales circunstancias de caos, desinformación, espanto, odio y con un lapso de tiempo de veinte minutos o media hora para tomar decisiones, se pueda hablar de guerras limitadas.

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Más allá de todos los argumentos que conciernen a la posibilidad de conflictos nucleares limitados hay una razón suprema para que se evite una guerra atómica. La destrucción causada por todo el armamento mundial no nuclear, aún siendo masiva, insensata y cruel, puede repararse en el tiempo de una generación. Con las armas nucleares, en cambio, nos encontramos con una diferencia cualitativa de pavorosas consecuencias. Estas armas producen residuos radiactivos que envenenarían el agua, el aire, la tierra, los genes de toda vida animal o vegetal y toda la biosfera por un periodo de cientos de años; es decir, por la mitad del tiempo de vida de las sustancias radiactivas de que se trate. ¿Hay alguna causa tan sacrosanta, algún estadista o alguna nación tan virtuosos, que una u otros puedan justificar, ni siquiera remotamente, el sufrimiento de decenas de las futuras generaciones?. La guerra nuclear tiene que continuar siendo algo impensable para que algún grado de vida respetable siga existiendo en el planeta.

Si pasamos de las consideraciones generales a la actualidad más inmediata, veremos que vivimos un momento de carrera armamentística de especial virulencia, tanto en lo nuclear como en lo convencional, y que no faltan las guerras en curso en Asia, Africa y América Latina. Los dos gigantes nucleares han prometido repetidas veces avanzar hacia el desarme atómico, pero el resultado escasamente brillante de sus negociaciones sólo ha llevado al establecimiento de techos para el incremento de las armas nucleares. Hasta la fecha mentiríamos si habláramos de desarme. Creo que la tarea más urgente del día es la superación de este círculo vicioso en la carrera armamentística, para lo que propongo las siguientes medidas concretas. Los Estados Unidos deberían anunciar su intención de desmantelar diez o doce de sus misiles más antiguos, al tiempo que invitarían a representantes de todos los Gobiernos de la Tierra a presenciar la ceremonia, que se cerraría con un banquete en el que se servirían bistés de Texas y vinos de California. Al mismo tiempo, se anunciaría la disposición norteamericana de aceptar un compromiso semejante por parte soviética y de asistir a un banquete organizado por Moscú, en el que la dieta podría ser vodka y esturión, o lo que los anfitriones soviéticos tuvieran a bien dispensar.

Que no piense el lector que le estoy tomando el pelo. Si las dos grandes potencias comenzaran a destruir, en lugar de limitar, sus arsenales nucleares, el climax alucinante de la carrera de armamentos empezaría a ceder. Al mismo tiempo, sería absolutamente fútil proponer la eliminación de una sola granada de mano, a menos que se pudiera asegurar a las dos grandes potencias que acción semejante no debilitaría en lo más mínimo su poder militar relativo ni crearía problemas económicos de orden interno. Por ello quiero añadir las siguientes consideraciones. Después de los dos primeros banquetes ninguno de los dos gigantes habría dañado su capacidad de destruir al otro, ni tampoco su prestigio o poder de intimidación sobre sus diversos aliados y satélites. En el caso de que los soviéticos se negaran a sumarse a semejante invitación lo único que podría ocurrir sería que los Estados Unidos estuvieran en condiciones de destruir a la URSS nueve veces en lugar de diez, un riesgo éste que no parece desmesurado. Si la producción y despliegue de armas atómicas tocara a su fin se produciría un serio problema de paro en la industria de armamento. Dada la situación actual de tensión entre los Estados no doy en suponer que el peligro de guerra pudiera eliminarse en un futuro previsible. Por ello propongo que, mientras las dos grandes potencias no puedan proceder a un desarme nuclear completo, el armamento convencional sea incrementado para disuadir a cualquier agresor de suponer que pudiera ocupar un territorio que sintiera la tentación de invadir, con lo que, al mismo tiempo, se aliviaría el desempleo hasta que el mundo civilizado fuera capaz de encontrar otros medios para dedicar recursos equivalentes en magnitud a obras de paz. Desgraciadamente, éste no es el momento para soluciones ideales, pero es una cuestión de pura supervivencia del género humano que seamos capaces de desmantelar los arsenales nucleares.

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