La política informativa del Gobierno
LA DEGENERACIÓN de la política informativa del Gobierno, instrumentada por el portavoz del Ejecutivo y por los directivos de Televisión Española, alcanza extremos preocupantes. Eduardo Sotillos, encargado de transmitir a la opinión pública las decisiones y las valoraciones del Gobierno, compensa la vacuidad de sus informaciones en las ruedas de prensa -acogidas al estatuto del "nunca pasa nada" y de "el Consejo de Ministros ni siquiera se ha planteado la cuestión"- con expresiones escatológicas, públicas y privadas, dirigidas contra periodistas y diarios. El portavoz del Gobierno, en estricta ortodoxia, carece de voz propia, ya que sus palabras transmiten los mensajes de otros. Sólo la aberración del principio de autoridad puede explicar que Sotillos continúe en su puesto tras haber insultado por la radio de propiedad estatal, con lenguaje de arriero, a un periodista que, equivocado o no en su investigación sobre las escuchas telefónicas, no había hablado para nada de las heces de los demás. El error de Sotillos no parece, por lo demás, fortuito, pues es frecuente verle en debates televisivos o radiofánicos opinando sobre lo divino y lo humano y sumiendo a la audiencia en la confusión: ¿lo que dice el portavoz del Gobierno cuando habla de política, o de moral y buenas costumbres, es opinión del Gobierno, es decir, de su presidente, o no? Si no lo es, ¿cómo es que el portavoz del Gobierno se permite jugar ese papel?Por otra parte, la degradación de Televisión Española se manifiesta ya en todos los órdenes, desde la gubernamentalización de los servicios informativos hasta la descomposición de su organización interna en un reino de taifas, pasando por el anunciado proyecto de ampliar los espacios publicitarios para incrementar, en régimen de monopolio, la financiación del medio. Lo más preocupante es el desenfado con el que los responsables del Ente viven esa situación de ruina moral y de doble lenguaje. El incidente de la suspensión del debate sobre los ayuntamientos de izquierda, con su acumulación de mentiras pronunciadas por los directivos de RTVE, nucleadas de enfermos imaginarios, viajes de rocambole y tonterías sin cuento, y adobadas de la fingida credulidad del Gabinete ante semejantes patrañas, sentó las bases para que los implicados en la comedia del presentador de La clave se considerasen con derecho a ponerse el mundo por montera, en la aparente convicción de que sus nombramientos son inamovibles.
José Luis Balbín, director de los servicios informativos, continúa simultaneando su cargo con la presentación de La clave, a la vez que el amiguismo recorre como un fantasma los pasillos de las redacciones. Los intentos de la directora de la Segunda Cadena para designar a un nuevo responsable de ese espacio de debate han tropezádo con la resistencia de Balbín, que considera el programa como un patrimonio personal intransferible. La contratación de Mario Rodríguez Aragón generó un nuevo incidente tragicómico, llegando al extremo de colar a su protegido en una audiencia con el Rey, pese a que el director de Televisión no sólo no había firmado el contrato sino que, además, se negaba a hacerlo. En cualquier organización empresarial -pública o privada- mínimamente sana, un conflicto de ese género habría producido o bien el despido del director de informativos, o bien la dimisión del director de Televisión, en el caso de que el director general del Ente Público no respaldara ese cese. Tras la salomónica decisión de Calviño de nombrar para otra cosa al personaje en litigio, aquí no sucede nada, sino que todo el mundo se agarra al sillón en un escenificado ejemplo de cómo el Ente Público sigue sirviendo de manera casi exclusiva a los intereses privados.
La falta de convicción en las propias creencias y el tratamiento del Estatuto de RTVE como un papel mojado se manifiestan en los criterios aplicados a la renovación del Consejo de Administración del Ente, transformado, tras ocho meses de espera, en una prebenda menor para satisfacer compromisos o para recompensar fidelidades -no sólo por parte del partido del Gobierno, sino también por el de la -oposición-. El director del Ente y el portavoz del Gobierno -funcionario de Radio Nacional en excedencia- tuvieron, por su parte, la cándida desfachatez de comparecer en un programa de La clave, en compañía del inevitable Balbín, para defender el monopolio gubernamental de la Televisión mediante argumentaciones de un leninismo acrítico y de, manual, y sin convocar un debate político, sino a representantes de empresas abiertamente interesadas en la televisión privada. No deja de ser curioso que estos tres hombres, empleados durante largo tiempo de RTVE, consideren que el único criterio adecuado para juzgar sobre las bondades o maldades de la Televisión sea la personalidad jurídica del empresario del medio, como si la dignidad, autoestirna y competencia de los profesionales no entrara en juego.
Los informativos de Televisión, por lo demás, siguen alternando un plúmbeo oficialismo con una cierta tendencia a la irresponsabilidad en el tratamiento de algunas cuestiones de interés nacional. El nivel cultural de la programación no tiene otro respiro que la reposición de algunas grandes películas o los bienintencionados intentos de algunas producciones nacionales. La publicidad encubierta en espacios de entretenimiento marcha en paralelo con la desaprensiva utilización por algunos profesionales de los programas en que intervienen para realizar negocios secundarios mediante la explotación comercial privada de las marcas. La demagogia populista de los directivos de RTVE contra los estragos de las nonatas televisiones privadas, acusadas por anticipado y sin juicio previo de servir a los intereses de las multinacionales, parece más cercana a las consignas de la revolución pendiente que a los postulados del socialismo democrático. Las multinacionales, el mal gusto, la degradación, la corrupción, el doctrinarismo y la falta de calidad profesional están en esta televisión de ahora, que sigue siendo el conjunto de un sinrin de negocios privados a base del dinero público.
Dada la gravedad del panorama, la perplejidad ante la pasividad que muestra el Gobierno respecto a la degeneración de su política informativa y de Televisión Española comienza a dejar paso a la sospecha de una connívencia efectiva entre el poder y los responsables de este fiasco. Pero en justicia hay que reconocer que no todo es negativo en la política informativa del Gabinete: las medidas adoptadas con la cadena de periódicos del Estado, desde el inicial y deseado cambio de directores a los proyectos de devolver esos diarios a la sociedad, la anunciada derogación de la Ley de Prensa, son ejemplos de que sectores del gobierno tienen un acercamiento moderno y racional a los medios de comunicación. Por lo mismo es más lamentable la persistencia de las corruptelas y las corrupciones apuntadas. Porque el contraste entre ellas y las reivindicaciones del PSOE, en los tiempos en que acampaba en la oposición, de una televisión profesional y pluralista pone en cuestión la sinceridad del cambio en la política informativa.
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