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Conservación y cambio en la España de hoy

A más de uno le ha divertido poco el enfrentarse con la realidad de que un número creciente de países, estimulados por la crisis, hayan sido llevados por el sentido común a fórmulas políticas liberal-conservadoras, por supuesto tan variadas como son las de la señora Thatcher y el Partido Conservador en el Reino Unido y el partido liberal-demócrata del señor Nakasone en el Japón; el señor Reagan y el Partido Republicano en los Estados Unidos, y la CDU/CSU en Alemania; y así sucesivamente. Y, al parecer, les ha divertido todavía menos el observar que representantes de fuerzas políticas conservadoras, cristiano-demócratas y liberales, de 18 países (de momento) se hayan reunido en Londres, para sentar las bases de una mayor cooperación entre las fuerzas no socialistas del mundo actual.Y como tal situación no estaba prevista por los progresismos de algunos, que habían apostado por una dirección unidimensional de la historia contemporánea, y ven que ello puede también comprometer su progreso personal, se han alzado voces, e incluso gritos, de extrañeza y de protesta. Ha sido sacado de su tumba hasta el venerable conde de Maistre, que escribía contra la Revolución Francesa desde San Petersburgo; no por supuesto Burke, que lo hizo desde el mismo Londres, en el cual se atrevió a defender la causa de Estados Unidos, que buscaban la independencia. Y hasta se ha llegado a decir que los conservadores lo que quieren es mantener el orden a palos, cosa que, por cierto, es hoy lo que se hace más bien en Varsovia o en Kabul.

Un poco de seriedad. La actitud conservadora es perfectamente legítima y natural. Defiende la continuidad de las sociedades; no se opone a los cambios, sino que pide se hagan con prudencia, por reformas bien estudiadas, y no por vía revolucionaria, rupturista o improvisadora. No comparte el pesimismo sobre: el legado de una historia que nos ha dejado Santillana del Mar., Ripoll y El Escorial; Cervantes y, Quevedo; Jovellanos y Balmes., amén de más de 20 naciones que: hablan nuestra lengua. No acepta tampoco el fácil optimismo de que cualquier cambio sea para mejorar, cosa que de momento parece obvia en Sagunto y en no pocos lugares y asuntos más.

Conservador no quiere decir lo mismo que conservaduros. Por supuesto, sostiene que el ahorro es mejor que el despilfarro consumista; y que la fábula de la cigarra y la hormiga es profundamente ejemplar. La creación de capital es la principal distinción de las sociedades humanas y las animales; es la que permite que tengamos escuelas, bibliotecas, hospitales y fábricas.

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Al entenderlo así, no se defienden privilegios, ni discriminaciones; se estimula el trabajo, el esfuerzo, el sacrificio, la obra bien hecha, la previsión, la excelencia. Una sociedad progresa y asciende por sus santos, sus héroes, sus grandes hombres; no por sus mediocres, sus resentidos, sus envidiosos, sus oportunistas.

Pero una sociedad no es sólo una suma de individuos en competencia; es un conjunto ordenado de vínculos, de derechos, de obligaciones, de instituciones, de normas. El hombre solo, tiene miedo e inseguridad; al principio, le libra de él la familia; después, le van amparando otras instituciones religiosas, culturales, jurídicas. Cuando se ataca a la familia; cuando se debilitan las autoridades intermedias; cuando se queda solo el individuo frente a un Estado omnipresente y una burocracia omnipotente, la sociedad se vuelve otra vez hostil e insegura.

Por eso vivimos tiempos de ansiedad, de enfermedades mentales, de soledades inhóspitas, e imposibles de aceptar. El hombre está perdido en medio de la multitud; está perdido en el suburbio.

Piensan torpemente los que creen que los conservadores no nos preocupamos del trabajador, sino sólo del empresario; del gran profesional, y no del obrero que toma el metro a las seis de la

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mañana; de la gran dama y no del ama de casa modesta, que no llega a fin de mes; del ejecutivo bien situado, y no del joven que está de más, porque no encuentra su primer trabajo. Es al contrario: lo que ocurre es que tenemos una idea totalmente distinta de cómo resolver esos problemas. No pensamos que el camino puede ser el que ya ha fracasado en toda Europa, y también está fracasando en España: más gasto público, más déficit, más persecución del ahorro, más endeudamiento, más hundimiento de la peseta; sino más bien al contrario: mayor austeridad administrativa, más inversión, más confianza, más facilidades para crear y distribuir riqueza.

El cambio positivo es siempre progresivo. Para cambiar de secano a regadío hacen falta los capitales, los proyectos, la realización de las presas, la construcción de los canales, y la preparación (que, a veces, toma bastantes años, e incluso generaciones) de los regantes. Una viña tarda en producir, y un bosque mucho tiempo en resurgir después de un incendio. Lo mismo ocurre con las escuelas y los hospitales: es muy fácil destruir su espíritu, malear al personal, destruir la autoridad necesaria; muy difícil y muy lento el volver a empezar. Repito que romper lo hace cualquiera; reformar de verdad es otra cosa, muy seria.

En España fueron auténticos reformadores hombres sólidos, como Alfonso VI, Alfonso X, El Sabio, los Reyes Católicos, el cardenal Cisneros, la generación que floreció en torno a Carlos III, Cánovas del Castillo, Maura y Cambó. Otros han pasado "como las naves, como las nubes, como las sombras" y no han dejado más que palabras. Y en muchos casos ruinas, ocasiones perdidas y declaraciones de "no es eso, no es eso".

El pesimismo nacional refleja justamente (como lo ha explicado A. Fernández Suárez, en un libro importante) la frustración ante tanta palabrería vana y promesa incumplida; y también la pérdida de la integración profunda de una sociedad sometida a excesivas autocríticas, problemalizaciones y experimentos. Es hora ya de volver a decir: desde España, con España y por España, a ser mejor lo que somos y a hacer mejor lo que debemos hacer.

Con motivo de las últimas marchas de un Sagunto asombrado de las extrañas fórmulas del Gobierno de Felipe González, para conseguir los famosos 800.000 puestos de trabajo, sobre un Madrid también asombrado de muchas cosas, pudimos oír en la radio la palabra de un sindicalista valenciano, que decía: "Éste no es un Gobierno socialista, es un Gobierno capitalista". Es hora de aclarar, en efecto, que no basta con ponerse la o de obrero para servir mejor a los trabajadores. Los trabajadores no pueden mejorar si no prospera la sociedad entera. La economía no funciona con buenas intenciones, sino con productividad y rentabilidad; es decir, si la gente no compra lo producido. Pero, sobre todo, ahora que tanto se habla de ética (porque la moral está por los suelos) hay que recordar la frase inmortal de uno de los grandes testigos proféticos de nuestra era, el ruso Solyenitsin: "He descubierto que la línea divisoria entre el bien y el mal no separa los Estados ni las clases, ni los partidos, sino que atraviesa el corazón de cada hombre y de toda la humanidad".

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