Dinero para un yate
Era muy raro que un ejecutivo tan dinámico estuviera a las 11 de la mañana en el parque del Retiro leyendo el periódico. Había dicho que esperaba la visita de unos japoneses en el despacho, pero un primo del pueblo le descubrió a esa hora sentado en aquel banco público y había hecho ciertos comentarios que finalmente llegaron a oídos de la mujer. Esa tarde volvió a casa simulando el gesto agotado de siempre, y ella le recibió en medio de un silencio borde, con ese morro de oso hormiguero que ponen las legítimas cuando notan un escozor de calcio en la frente. A otros no les importa. Entran silbando un bolero en el sagrado hogar, cuelgan el sombrero con desfachatez en los cuernos de su señora a modo de perchero y se sirven una tónica con ginebra. En cambio, éste era un marido ahormado. Dejó con humildad el maletín en el tresillo, se quitó los zapatos y trató de hablar sin convicción de lo dura que había sido la jornada. Tres reuniones en la fábrica con los comisionistas, el almuerzo con el grupo de nipones y una inspección del control de calidad. El hombre charlaba por los codos para enmascarar su complicada situación porque sabía que la mujer estaba con la mosca en la oreja. Se sentía cazado. Después de llevar una doble vida durante seis meses alguien había dado el soplo, así que aquella noche tuvo que soportar una cena doblemente fría, o sea, unas malditas rodajas de mortadela y la mirada glacial de la mujer, que mordisqueaba con despecho una empanadilla, también congelada. De pronto, ella saltó gritando:-¿Cómo se llama?
-¿Quién?
-Esa guarra con la que sales.
-¿Qué te pasa?
-Me pasa que es la tercera vez que te veo por la mañana en el Retiro. Ya me dirás qué haces allí a esa hora.
-Nada.
Tenía algunas razones para sospechar. Desde un tiempo a esta parte encontraba a su marido muy nervioso, con los ojos perdidos en el techo y excesivamente obsesionado por los gastos de casa. Se pasaba noches enteras insomne, o con sueños de pesadilla, en los que balbucía palabras de amor o de dinero. ¿Quién sería esa perra? Cuando el hombre supo que la actitud de la mujer se debía sólo a un ataque de celos tuvo una sensación de alivio. Su caso era más cruel. En realidad se trataba de un ejecutivo de 47 años que se había quedado sin trabajo y quiso ocultar por pura vanidad la tragedia para no sentirse un ser despreciable.
Huida a la americana
El primer acto de esta crónica verídica había comenzado muchos meses antes. Sencillamente, la empresa de plásticos donde él hacía el brillante papel de director comercial había quebrado de un modo fulminante. Una mañana fue al despacho y se halló con la sorpresa de que los americanos se habían llevado hasta los ceniceros. En la moqueta sólo estaban los listines de teléfonos y las secretarias, de pie, con el culo apoyado en las paredes desnudas. La caída se había desarrollado a sus espaldas, con la estrategia de un golpe de mano; no había nada que hablar, los rubios habían volado a Nueva York, y este ingeniero industrial se vio en la calle sin previo aviso, formando una gota de rocío en el mar de la crisis. El asunto se complicó psicológicamente por una cuestión neurótica. El directo a la mandíbula había sido tan inesperado que el hombre quedó flotando unos días y no logró acopiar el valor necesario para confesarse en la almohada con la mujer, de la que sólo buscaba admiración. Pensó que el problema podría solventarlo con cierta brevedad, pero a la semana siguiente ya había llegado a la conclusión de que el mundo estaba lleno de caimanes. El ejecutivo siguió saliendo de casa cada mañana, a las nueve en punto, con el maletín, y al principio esta parodia tenía sentido, e incluso era divertida.
Durante la primera quincena de parado se dedicó a arrastrar las patas por la acera alegremente y descubrió la ciudad con ojos de jubilado. Miró escaparates, carteleras, quioscos y edificios en construcción. Leyó los anuncios de las vallas, las ofertas de trabajo en el periódico, se metió en algún cine de sesión continua, visitó el Museo de Cera, jugó a las máquinas tragaperras o de marcianos en los bares, paseé por los parques, dio migas de pan a las palomas, conoció hasta el último mono del zoológico, hizo intimidad con un chimpancé, remó en el lago de la Casa de Campo y cuando se sentía con los pies hinchados se sentaba en un banco del ayuntamiento y miraba a la gente. Sólo tenía que cumplir algunos controles sociales. El portero le veía salir del garaje puntualmente, a las nueve, y a veces llamaba a su mujer por teléfono para decirle que no le esperara a comer porque tenía japoneses, o italianos o americanos en el despacho. Marcaba el número desde una cabina pública, coronado de tráfico alrededor.
-Cariño, soy yo.
-Dime.
-Hoy llegaré un poco tarde. El jefe quiere que atienda a unos pelmazos de Bruselas.
-No te preocupes.
-Saca un par de ensaimadas del congelador. Acuéstate.
También tenía que simular reuniones de empresa hasta altas horas de la noche, como las de antes. Anunciaba viajes que se suspendían en el último momento, o negocios con el extranjero que al final siempre resolvían por télex, y mientras tanto él no hacia más que dar vueltas, vueltas, vueltas a las manzanas, a las manzanas, a las manzanas de la ciudad durante todo el día, con las venas de las pantorrillas a un punto del estallido, y a las ocho de la tarde terminaba su jornada. Entonces regresaba al hogar, siempre con el mismo gesto de ejecutivo agotado; dejaba el maletín en el tresillo, se quitaba los zapatos y comenzaba a hablar por los codos de grandes asuntos en perspectiva.
Mientras tanto, este elemento fue tirando de la cartilla y jugó bingos solitarios, que le esquilmaron los ahorros. Se acercaba el instante supremo en que se iba a quedar limpio como la tapa de un piano. Había iniciado una marcha atrás llena de alarmas rojas. Primero tendría que empeñar algunas joyas, prescindir del coche, vender el equipo de alta fidelidad, llevar el Dupont de oro al Monte, dar sablazos a los amigos, deshacerse de la biblioteca en la Cuesta de Moyano, pero el momento álgido de esta tragedia griega sé produciría el día en que su mujer, de la que estaba tan enamorado, se diera de narices contra la evidencia. Durante sus largas caminatas por la calle con el maletín pensó en algunas salidas. Bastaba con situarse discretamente junto a la ventanilla de cobros de un banco, vigilar a cualquier ciudadano enclenque o a un botones de oficina que sacaba dinero, seguirle hasta su casa y encañonarle en el ascensor con un grifo pintado de alquitrán. Lo intentó varias veces en la imaginación. Incluso una mañana alargó la mano desde el coche en marcha hacia el bolso de una señora.
Parado itinerante
En la primera época aún salía por el portal muy cuadrado de aristas, con la quijada bruñida de agua brava. Era un parado itinerante que programaba paseos circulares, obsesivos, durante horas, a la misma manzana o cruzaba la ciudad en aspa desde Vallecas a Argüelles, desde Chamartín a Carabanchel. Eso le daba una sensación de trabajo. Al principio conservaba todavía cierto interés por su imagen, aunque lentamente el cuerpo se le fue deteriorando, su rostro tomó un aire de ceniza, y al final la chaqueta le pendía del hombro caído como una piel de bacalao, pero la mujer le amaba todos los sábados por la noche. Era una de ésas que en medio del orgasmo piden cosas, viajes, vestidos, playas de Tahití, zapatos y tarjetas de crédito, dando alaridos de pasión contra los tabiques. Ella era una hermosa chica de 30 años, de aperitivo en Serrano, peluquería de Llongueras, que conocía recetas de diversas tartas y tenía un Seat Panda para ir de tiendas. La quería con un hondo sabor masoquista; su mirada le restallaba como un látigo en la piel de gallina, pero desde el día en que el primo del pueblo le descubrió sentado en un banco del Retiro habían cambiado algunas cosas. Las broncas de celos se sucedían y eso alimentaba su deseo de forma extraña, porque después de una batalla llena de insultos la pareja se enredaba a mordiscos de amor y entonces ella le exigía más bolsos, más viajes hipotéticos a Honolulú, más pantalones de cuero, más botas de ante entre largos jadeos. Esta situación le sumió en la paranoia, hasta el punto de forzarle a tomar una decisión. A veces se tiznaba el cuello de la camisa con carmín o se dejaba un pelo rubio en la solapa para obsesionar a su mujer en un problema accesorio, y al mismo tiempo optó por esconderse en los retretes de las cafeterías para que ningún amigo o primo carnal o antiguo compañero de oficina le viera jamás en la calle.
A partir del sexto mes el ejecutivo salía de casa con el ritual de costumbre. Rápidamente corría hacia el primer bar y se encerraba en el servicio de caballeros. Había elegido las cafeterías más elegantes para este menester, ya que podía pasarse en el retrete toda una mañana. A veces levantaba sospechas y la señora de los lavabos comenzaba a aporrear la puerta.
-¿Le pasa a usted algo?
-Nada. Gracias.
-Lleva ahí dentro cuatro horas. Creía que se había muerto.
-Ya salgo.
-Hay gente esperando. Todo el mundo tiene el mismo derecho.
Durante muchas semanas fue de retrete en retrete, alternando las paradas según un trayecto programado. Los conocía todos, de cualquier tamaño y categoría, desde los que ofrecían un frasco de lavanda en la repisa hasta las putrefactas guaridas de las tascas, donde había que estar en cuclillas como un moro bajo la cuerda de esparto de la cisterna que le goteaba los riñones. Sentado en la taza real en jornadas de ocho horas tuvo sueños de antigua grandeza. Recordaba los tiempos de esplendor, cuando él poseía un despacho forrado de nogal con lavabo propio y le secretaria le reservaba billetes en primera para ir a Francfort. En los retretes públicos repasó las matrices del talonario, y un día supo que se había quedado sin un duro, mientras su carne olía cada vez más a escusado. Había tomado el color pardo de una rata de cloaca. Pero de pronto en los servicios de la cafetería Riofrío se le ocurrió aquella idea.
Una idea original
No sabía nada de cuchillos o escopetas. No había tenido el valor de atracar un banco o de dar el tirón al bolso de las señoras o de poner la punta de la navaja en las costillas de un viandante. En cambio, ahora, después de un año en el paro, el negocio comenzaba a funcionar. Un día abandonó la ratonera y se dedicó a pedir dinero a los automovilistas en el semáforo. Era un trabajo como otro. En este tiempo controlaba ya cinco cruces de calle de alta rentabilidad en la zona de Goya, donde paran los peces gordos. Tenía un estilo. Se acercaba bien trajeado, con una sonrisa extremadamente educada, con el maletín de cuero en la mano y junto a la ventanilla hacía un relato sintético del problema. Mientras el conductor con mala conciencia se rebañaba las monedas del pantalón, el ejecutivo susurraba.
-Por favor.
-Ya, ya. Un momento.
-Mire usted, señor. Quiero comprarme un yate de 11 metros de eslora. ¿Puede ayudarme?
-¿Cómo no? Si es para eso.
Era la única forma de sacar 10.000 pesetas diarias sin perder la dignidad, porque la gente para yates solía dar limosnas hasta de 100 pavos. Su mujer seguía tomando el aperitivo en Serrano, se daba mechas en Llongueras y podía comprarse bragas sucintas de color malva para él. Entró en contacto con otros parados y mendigos. Tenía algunos pordioseros, gitanos con niño, abogados sin oficio, licenciados en Filosofía, peones de la construcción que trabajaban bajo sus órdenes. Todos pedían dinero para el mismo yate, y el truco funcionaba. Pero un día tuvo el patinazo. En medio de un atasco, que era un banco de centollos, el ejecutivo se acercó a pedir caridad a un Seat Panda.
-Señorita, deme dinero para un yate.
-¿Qué haces aquí?.
-Nada.
-Sube. Te llevo a casa.
Durante el camino su mujer le echó una bronca histérica. Una vez más pensó que lo había cazado ligando.
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