El día en que el artista llegó a París
El día en que llegó Miró a París, un día cualquiera del año 1919, recién terminado el conflicto bélico internacional, el mundo cambiaba de signo, o si se quiere, haciendo paso a los historiadores que afirman que el siglo XX empezó espiritualmente de verdad al finalizar la primera guerra mundial, se iniciaba una nueva época. Agitada por el frenesí eufórico de los supervivientes, tan deseosos de aturdir la memoria del horror como de sacarle todo el partido a lo que les quedaba de existencia, la naciente década de los veinte será bautizada como los años locos.
Desde la perspectiva de hoy, sin embargo, conocido el posterior renacer de la barbarie, utilizamos una definición más lacónica para aquella época desdichada: la llamamos período de entreguerra, así como, fijándonos ya en la historia particular de la vanguardia artística, hablamos de su etapa heroica, al menos en lo que se refiere al superrealismo, el movimiento más significado por aquel entonces y el que sirvió de plataforma para Miró.
Mas ¿por qué esta sensación de iniciar una nueva era? ¿Por qué esta beligerante actitud épica? No voy a meterme aquí en especulaciones históricas, pero, en cualquier caso, las conciencias lúcidas de entonces coincidían en la necesidad de una ruptura total con el pasado. Sin salimos del estricto terreno artístico, por ejemplo, aún no habían concluido las hostilidades y ya se estaba desarrollando un grupo radical de peligrosos revolucionarios, los dadaístas, que se proclamaban ferozmente nihilistas, cuyo objetivo, compartido por casi todas las tendencias vanguardistas inmediatamente posteriores, era no promocionar un nuevo estilo, sino asesinar el arte, hacer otra cosa esencialmente distinta, un antiarte.
Barcelona a principios de siglo
El joven Miró de la Barcelona de principios de siglo tuvo la oportunidad excepcional de observar las primeras evoluciones de estos iconoclastas del dadaísmo, pues esta ciudad catalana sirvió de refugio para muchos intelectuales europeos que huían de la guerra. Allí se dieron cita, en efecto, una amplia serie de vanguardistas procedentes de los más diversos lugares, como Francis Picabia, A. Gleizes M. Laurencin, Canudo, A. Cravan, M. Goth, O. Lloyel, M. Jacob, O. Sacharoff, Ribemont-Dessaignes, G. Buffet, etcétera. Por lo de más, no hay que olvidar que por la pujante Barcelona de fin de siglo había pasado Picasso y que, a diferencia del resto de España, hubo allí una mayor tolerancia frente las corrientes artísticas renovadoras, como se demuestra siguiendo la trayectoria de la galería Dalmeu, decididamente en favor del arte de vanguardia, expositora del cubismo en 1912 y sede de la primera muestra individual de Miró seis años después.
El propio Ayuntamiento de Barcelona patrocinó, en 1916, una ex posición de arte moderno francés organizada por el célebre marchante Vollard, y ese mismo año la compañía de ballets rusos de Diaghilev presentaba Parade, con la revolucionaria escenografía y figurines diseñados por Picasso.
De manera que Miró, nacido en Barcelona el 20 de abril de 1893, hijo y nieto de artesanos, educado artísticamente primero en la escuela de la lonja y después en el Círculo Artístico de Sant Lluc, pudo conocer, sin salir de su ciudad natal, el fauvismo y el cubismo franceses, y, en plena guerra europea, el naciente galaísmo -a uno de cuyos jefes de fila, Francis Picabia, frecuentó personalmente durante 1918- así como pudo leer la revista Trescientos Noventa y Uno, órgano de expresión del citado grupo en Barcelona. Con todo, quedaba en pie la necesidad de saltar a París, entonces la indiscutible capital mundial de la vanguardia.
El París de posguerra era, no obstante, muy diferente del de fin de siglo. Por de pronto, la generación más joven, que cogía el relevo, había sufrido el traumatismo bélico y se había radicalizado considerablemente. Se produce entonces una escisión: por un lado, con la institucionalización de la vanguardia, un grupo de académicos modernos, entre clasicistas y poscubistas, que tendrán su momento álgido en torno a la exposición universal de 1925; por otro, los superrealistas, herederos de Daga, que, bajo el mando imperativo de André Breton, se constituyen como grupo en 1924 y fundan una agresiva revista titulada La Revolución Surrealista.
Joan Miró, que se había instala do en el 45 de la Rue Blomet, colonia de artistas encabezada por André Masson, se adhirió en seguida al superrealismo. Antes hay que señalar que el grupo de la Rue Blomet contaba con personalidades de la categoría de Michel Leiris, Armand Salacrou, Antonin Artaud, Tual, Limbour, Desnos y Prevert, todos ellos inquietos investigadores en los campos de la literatura y las artes plásticas, y, en su mayoría, cercanos al espíritu revolucionario del superrealismo, al que se unieron casi todos.
Desde luego, el fuerte carácter instintivo de los cuadros que hacía entonces Miró se acercaba bastante al universo subconsciente apetecido por los superrealistas. No hay que olvidar que, entre 1919 y 1925, Miró ha pintado ya telas tan importantes y significativas como el Autorretrato de 1919, el Bodegón del conejo, La masía, Tierra labrada, El cazador, Maternidad, etcétera. De todas formas, el problema que se planteaba era responder a las demandas de los superrealistas en pro de un automatismo pictórico similar a lo experimentado por esos mismos con la escritura. Esta ingenua pretensión no llegaría a cuajar, pero la primera formulación plástica del superrealismo tuvo en Miró, Masson, Ernst y Arp sus primeros valedores. Miró, en concreto, con Masson, fueron los descubridores de Paul Klee, entonces perfectamente desconocido en París, y los dos juntos también iniciaron el camino revolucionario frente al cubismo, que había nutrido sus primeros pasos dentro de la modernidad, pero al que, ya definitivamente acartonado, había que "romperle su guitarra", según la fórmula feliz del propio Miró. De esta manera, el superrealismo de los años veinte es inexplicable sin Miró, como lo será el de los treinta sin ese otro catalán que es Dalí, y el de ambas décadas a la vez sin Picasso.
Babelia
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