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Tribuna:El asno de Buridán
Tribuna
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Ejercicios de humildad

No está muy arriba el pueblo español en la escala de lo que pudiéramos llamar el espíritu hegeliano de las naciones y, puestos a proclamar la verdad, debemos admitir que los honores a los que pudiéramos aspirar en tal terreno no pasan de ser sino muy cicateros y para andar por casa y en pantuflas.Aunque en el bachillerato que hubimos de padecer los Sombres de mi quinta -y también en el que, cada uno en su calendario, hubieron de padecer nuestros hijos y nuestros nietos- se hablaba con muy reiterativa y disfrazadamente heroica machaconería de la vocación imperial y universal de España; la verdad es que llevamos siglos en que más nos hubiera valido quedarnos quietos y disimulando.

Cuba y Filipinas están ya muy lejos en leguas y años, y no merece la pena que ahora nos detengamos en mayores detalles. Pero aún quedan a mano otros dos continentes para espigar ejemplos bastantes e ilustrativos de la amarga parábola que cuenta aquello de que, al perro flaco, todo se le vuelven pulgas.

Europa dice que nos ama, al menos nos lo dice de modo oficial, y para demostrarlo no deja pasar nunca más de seis meses sin que el presidente de algún que otro organismo político impreciso y tangencial nos diga -para mayor gozo y profusión de los titulares de Prensa- aquello tan hermoso, pese a su tufillo de puchero enfermo, de que el continente, sin nosotros, queda incompleto y cojo. El que seamos el único país de Europa con una colonia en su suelo, o el cínico y anunciado bloqueo que el Mercado Común pretende establecer sobre nuestras frutas y hortalizas tan pronto como se nos considere europeos de pleno derecho, no son sino anécdotas ceñidas a lo empírico y, en consecuencia, a lo despreciable. De algo habría de: servirnos la tradición escolástica y la lucha contra los funestos herejes nominalistas. Europa nos bendice, nos aplaude y nos trae pesetas -previamente evadidas- para que le dejemos tomar el sol en paz y servidumbre. Los camiones que nos queman en Francia no son sino muestra de la buena voluntad en cuanto al avance de nuestra integración en Europa, y para mayor abundamiento se nos bloquean las exportaciones agrícolas incluso antes de que seamos mercaderes comunales. ¿Podemos pedir los españoles mayor generosidad?

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¿Y en África? ¿Qué pasa en África y cómo nos van las cosas con los africanos? Vayamos con calma porque África es harina de otro costal. Aún no hemos intentado entrar en sus organizaciones políticas y, por tanto, y por ahora, no hay esperanzas de boicot alguno en tal sentido. Pero este fallo, esta laguna, puede compensarse por otras 100 vías diferentes. En África aún podemos ejercitar aquella voluntad ecuménica que lleva ya siglos un tanto alicaída y oxidada, aunque no deja de ser una lástima el que tan benevolente ejercicio no dé ni para salir en los más domésticos reportajes de la televisión.

Mis sabidurías en materia de estrategia geopolítica son, por evidentes razones, muy limitadas y aun prendidas con alfileres y, en consecuencia, estoy dispuesto a admitir la realidad de motivos profundos capaces de justificar el desembarco de tropas en Finlandia para resolver la crisis de los sindicatos del Yemen. Aún así, me asaltan no pocas dudas sobre qué es lo que estamos haciendo en África después de que, en tiempos del general Franco Bahamonde, abandonáramos el Sáhara con la vergüenza bien envuelta en las acciones de los fósfatos. ¿Es cierto que los aviones que vamos a comprar a un precio que dista mucho de ser módico no podremos usarlos en el caso de que cualquier honorable cabileño se decida a invadir Ceuta o Melilla? ¿Es cierto que todo un ministro de la Corona, como mi amigo Fernando Morán, tuvo que ir a Guinea no más que a sacar de la Embajada en Malabo a un discípulo de Tejero en versión de Salgari?

Un Gobierno que hace esfuerzos, por lo común fructuosos, para convencer al país de que está gobernado -cosa nada obvia ni redundante a la vista de los inmediatos ejemplos pretéritos-, parece que vuelve a tropezar de nuevo en el canchal delas relaciones exteriores. Hasta el momento se insinúa la solución habitual, esto es, poner en solfa al ministro y pedir su cabeza, olvidando que la fabulilla del chivo expiatorio no es de utilidad matemáticarriente demostrable. Pero quizá no sea ésta la forma de resolver lo que tiene ya un evídente aire de problema histórico. Nuestra diplomacia lleva ya muchos años bailando al son que le toca el invindo que nos rodea, hasta el punto de que chapuzas al estilo de la de ir albriendo y cerrando la verja de Gibraltar según las fases de la Luna se llegan a considerar como graves decisiones soberanas.

Quizá suceda que aquel retórico destino en lo universal del que tanto se hablaba coincida con este tipo de cosas y no tengamos más remedio que predicarnos paciencia. Pero pienso, sin embargo, que aún hay un aspecto de nuestras relaciones exteriores que sí justificaría sobradamente la atención y los recursos que se le regatean. En lo que el padre Arrupe y la CIA llaman Latinoamérica, el idioma español es una fuente de cultura que, pese a su casi infinita riqueza, está sufriendo el acoso de la paulatina y sistemática colonización yanqui. ¿No deberíamos seguir el ejemplo de los franceses y orientar una considerable parte de nuestros recursos económicos y diplomáticos a asegurar esa más que rentable presencia que se nos está yendo de las manos? No sería saludable convertir en realidades toda la retahíla de proclamas voluntaristas Aue, con suerte y a lo sumo, no acaban sino recibiendo un número de registro en los archivos de los ministerios? Quizá el resultado final no fuera para hacernos estallar de orgullo, pero muy mal habrían de salirnos las cosas para que, desde Europa o África, pudieran saltar las comparaciones.

© Camilo José Cela 1983

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