En libertad
LA PUESTA en libertad de Diego Prado y Colón de Carvajal requiere, como primer e inmediato comentario, la felicitación al rehén, a su familia, a sus amigos y a todos los españoles que sentían como propia la amenaza que pendía sobre la vida de la indefensa víctima. Hasta el momento, sólo dos secuestrados -el doctor Iglesias y Saturnino Orbegozo- fueron liberados gracias a la eficacia de los cuerpos de seguridad, que detuvieron a los terroristas, militantes de ETA VIII Asamblea, y consiguieron rescatar, sanos y salvos, a sus prisioneros. Si bienla buena imagen del Estado y el socavamiento de las expectativas triunfalistas de las bandas terroristas harían mil veces preferible ese tipo de desenlace policial a una salida negociada, la vida de una persona es un bien sagrado cuya conservación se convierte, en última instancia, en el criterio decisivo que permite aceptar medios diferentes al servicio de un mismo fin.Aunque se ignoran las circunstancias concretas que han hecho posible el regreso de Diego Prado a su casa, parece fuera de dudas que, una vez más, los criminales de ETA militar han traficado con una existencia humana, poniendo precio a su rescate y percibiendo dinero por la libertad del rehén. La hipocresía de las organizaciones políticas que protegen desde los flancos alas bandas terroristas mediante invocaciones a las declaraciones de derechos humanos, sólo aplicables -según sus desvergonzados criterios- a sus muertos o a sus presos, quedan al descubierto cada vez que alguna de las diferentes ramas de ETA conculca las normas fundamentales de la convivencia social. Aunque no se le haya sometido a malos tratos específicos, Diego Prado, sometido a un vejador aislamiento y amenazado de muerte por sus carceleros, ha sido de hecho torturado durante los 73 días que ha durado su prisión.
La liberación de Prado sirve para mostrar el insensato carácter de las propuestas -defendidas en su día por el Ministerio del Interior- de inscribir en el ámbito de la ilicitud penal las gestiones emprendidas por los familiares de los secuestrados, o por las personas que actúen en su nombre, para salvar la vida del rehén aun a costa de ceder a una extorsión monetaria. El Estado no puede aceptar el chantaje de los terroristas cuando se trata de dar satisfacción a condiciones de imposible cumplimiento, tal y como ocurrió con la exigencia de demoler Lemóniz. Sin embargo, sería inhumano impedir que los familiares y los amigos de un secuestrado negociasen con sus despiadados verdugos el pago de una suma de dinero por la libertad del rehén. Es cierto ue el botín de ese rescate será utilizado para mantener en funcionamiento la máquina de muerte de los terroristas, desde la adquisición de armamento hasta la compra o arrendamiento de viviendas, pasando por la subsistencia de esos liberados del crimen. Pero ni siquiera ese argumento es válido frente a la necesidad de salvar una vida humana, sobre todo cuando el pago de rescates es sólo una de sus formas de allegar recursos, posiblemente inferior a las extorsiones de los sarcásticamente denominados impuestos revolucionarios o a las subvenciones de servicios de países extranjeros. La libertad de Diego Prado facilitará a la policía la tarea de indagar el lugar donde los terroristas lo mantuvieron secuestrado. La hipótesis de que el rehén permaneció siempre en Madrid durante su cautiverio parece confirmada. Y descartada en cambio la conjetura de que fue el barrio del Pilar la zona donde sufrió prisión durante más de dos meses. Parece ya casi obvio que la pista estaba equivocada, que el barrido del barrio del Pilar resultó improcedente y que la operación retrasó las negociaciones y la puesta en libertad del secuestrado.
Por último la liberación de Prado debe servir para meditar seriamente sobre la moralidad real de las organizaciones políticas de Euskadi que amparan y disculpan estas extorsiones mafiosas, y sobre el comportamiento diferenciado que la sociedad española tiene en estas ocasiones, según se trate de la personalidad del secuestrado, de su afiliación política, o del momento y otras circunstancias del hecho.
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