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DECIMOCUARTA CORRIDA DE LA FERIA DE SAN ISIDRO

El toro fláccido

Estamos en la feria del toro fláccido. No es la primera y si la autoridad continúa haciendo el Don Tancredo, tampoco será la última. El toro fláccido que se lleva es torazo; tiene bemoles la paradoja. Algo les hacen a los toros, porque semejantes ejemplares, troncos tío, a los que sonríe el porvenir, no tendrían porqué ir tan mustios por la vida.Torazos como los tres últimos de ayer deberían imponer su ley con el caballo -la del más fuerte-, y un pavo de la envergadura del cuarto, colorao carifosco largo de aIzada y hondura, tenía la obligación moral de atraparlo, montarlo en las astas y lanzarlo al tendido. En cambio ese y casi todos los demás se limitaban a sacudir el peto, mientras fornido picador les daba con la puya, pero poco; en plan madre.

Plaza de Las Ventas

27 de mayo. Decimocuarta corrida de San Isidro.Tres toros de Torrealta, inválidos; dos de José Luis Marca: quinto, nobilísimo, y sexto, manso; primero, sobrero de Antonio Ordóñez, de mucha casta y noble. Todos con trapío. Dámaso González. Tres pinchazos bajos, otro hondo bajo -aviso- y dos descabellos (silencio). Tres pinchazos muy bajos, estocada y descabello (silencio). Niño de la Capea. Estocada corta trasera atravesada y descabello (silencio). Media atravesada perdiendo la muleta y descabello (oreja). José Antonio Campuzano. Pinchazo bajo y bajonazo perdiendo la muleta (silencio). Bajonazo (silencio).

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Entre aficionados es clamor: "¡Que intervenga de una vez la autoridad!". Poseídos de santa indignación ni callan ni sosiegan, pues ya es burla y escándalo que se mantenga en la impunidad lo que tiene toda la sintomatología propia del fraude. El toro que abrió plaza fue devuelto al corral, por ruina, y el mismo camino debieron seguir otros.

El sobrero, de Antonio Ordóñez, tuvo vitola de gran toro, malogrado por la maldita invalidez esa. Ejemplar de trapío, se arrancaba con excepcional casta al caballo, y reaccionaba al castigo metiendo los riñones. El individuo del castoreño contribuyó a terminarlo de aniquilar, blandiendo la puya por los costillares atrás, con tal fijación carnicera que si le hubieran ofrecido una faca, seguramente la habría utilizado también. Entre tropezones y costaladas, llegó ese toro al último tercio luciendo nobleza total, larga embestida en la que araba la arena con el hocico. Dámaso González le hizo una faena larguísima, ilustrada con circulares por anverso y por reverso, en la cual abundaron naturales sin mácula. La boyantía del toro pedía además arte, pero el matador, que jamás poseyó tal tesoro, decía a mi que me registren. También berreaba el pupilo de Ordóñez, incurriendo en pecado nefando que rechazan los calibres del bravurómetro, pero estamos en disposición de afirmar que no lo hacía por mansedumbre. Por el contrario, denunciaba en su idioma, ante la afición y la autoridad, las perrerías que les hacen en el corral a los de su raza. Fue una ocasión histórica para averiguar en qué consiste el fraude. Lo que pasa es que no le entendíamos. No volverá a ocurrir. El próximo día, al programa, el reglamento, el cuaderno de notas, el bolígrafo y todo el arsenal de papelería con que se pertrecha el buen aficionado, uniremos el manual "¿Quiere usted aprender a berrear en siete días?", para traducir lo que nos berreen los toros.

El torazo colorao cuarto era incierto y Dámaso González le muleteó tan pundonoroso y valiente como acostumbra. Intentó dominarle en los medios, y si no lo consiguió debe achacarse a la catadura del animal. Por su parte, José Antonio Campuzano administró una generosa ración de pico al inválido tercero, y al sexto, que no tenía fijeza, lo probó por ambos pitones, con resultado poco alentador; de manera que optó por aplazar a más propicia ocasión sus propósitos de triunfo. Le fue imposible, en definitiva, repetir las faenas de hace unos días en la misma plaza, que le valieron orejas y salida a hombros por la puerta grande. En contrapartida, repitió la hermosura del bajonazo. Campuzano es uno de los más consumados artífices del bajonazo. Va para el número uno en la especialidad.

El segundo mordía el polvo, de puro inválido, y Niño de la Capea no pudo satisfacer su vital necesidad de pegarle pases. Se desquitó con el quinto, al que le pegó los pases que tenía, los del otro, los del año pasado y veinte de propina. Es preciso señalar, sin embargo, que algunos de ellos resultaron de impecable factura, muy hondos los naturales, majestuosos los de pecho en perfecta ligazón, y aunque el trasteo adoleció de envaramiento, altibajos y un desarme, logró momentos vibrantes que entusiasmaron al público. Llegó el Niño de la Capea a poner sentimiento donde habitualmente practica cavernícola bisonteo, lo cual es venturoso progreso. Había sido nobilísimo el toro -el mejor de la tarde- y lo aprovechó a conciencia. Llegamos a temer que se lo llevaría a casa, para seguir pegándole bases en el cuarto de baño, pero pudo más el sentido del deber, y lo mató; de estocada atravesada, pero lo mató.

Después de muchos disgustos y múltiples zozobras por la invalidez del ganado, la gente acabó pasándolo bien, y los caballos, mejor. El toro fláccido no inquieta a la cuadra y, con tan fausto motivo, el Pimpi se fuma un puro.

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