Horror y belleza del glaciar
Ya sólo les faltaría a Chile y Argentina liarse a navajazos por el Canal de Beagle. Sería el último acto con apoteosis de una tragedia de duración excesiva. No el azar, sino la necesidad hace que de nuevo se haya puesto en erupción ese contencioso volcánico y que se hable de preparativos bélicos. Esto parece el momento oportuno para un desenlace, con rayos y truenos incluidos, pues nunca como hasta ahora esos regímenes han aparecido tan insostenibles a nuestros ojos. El absurdo de la representación establece que regímenes fraternos en la represión y el dolor, vecinos en espacio y tiempo, con vidas y muertes paralelas, vasos cornunicantes que se trasvasan la sangre y los datos de sus desaparecidos, de tan siniestros y comunes intereses, se enzarcen por la conquista del territorio en donde hace 150 años le fuera revelado a Charles Darwin -viajero a bordo del Beagle- la génesis de su Origen de las especies.
Chile y Argentina no necesitan esa reyerta, pero sí la necesitan
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Horror y belleza del glaciar
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imperiosamente sus gobernantes gemelos. Cumplirían así con el mandato de Enrique IV en la crónica de William Shakespeare. Conviene refrescar esa mala lección de historia, de utilidad indudable para todos aquellos usurpadores que, como el rey Enrique, mal pueden exigir lealtad a sus aliados. Agudos problemas internos que amenazan con la desintegración de su reinado y la vida disipada de su hijo, el príncipe Harry, en quien tiene puestas sus esperanzas, son las dos graves inquietudes de Enrique. Le trae de cabeza ese hijo calavera que, abandonando el deber de la tristeza sobre el que se fundamenta el poder, frecuenta tabernas y lupanares bajo la influencia del gordo Falstaff, compañero lúcido de farras y alegrías. A él -a todos los Harrys del mundo- van dedicados los consejos de inspiración maquiavélica que en su lecho crepuscular el padre dedica al hijo. Tras participarle la necesidad de llevar a cabo una cruzada por Tierra Santa, enmascarada como acto de devoción y expiación, le revela a continuación las verdaderas intenciones de la empresa guerrera: no son otras que mantener entretenidos a los súbditos demasiado fogosos, que podrían llegar, en su nerviosismo, a dirigir su agresividad contra el trono. "Por eso, Harry mío", remata Enrique, "tu política ha de consistir en tener ocupados a los espíritus inquietos en contiendas extranjeras; la actividad derrochada en el exterior disipará el recuerdo de los antiguos días" (Enrique IV, segunda parte, acto IV, escena V).
La modernidad imperecedera de Shakespeare se nutre de estos sarcasmos. Resultaría harto difícil demostrar la condición de lectores shakespeareanos de Pinochet o de los militares argentinos; pero si río lo han leído, su instinto de conservación al menos se lo ha hecho intuir. Al fin y al cabo, este consejo de padre, ¿qué es sino el argumento circular del poder embaucador y aventurero, antes, en y después de Shakespeare? Sobre él se calzaría una máscara pintada de devoción, espiritualidad y patriotismo, para pasar a la historia con la imagen más; favorable.
Intuyeron los militares argentinos que las Malvinas les serían propicias; pero toparon con una fervorosa lectora de Shakespeare: la señora Thatcher. ¡Cuántos ejercicios no habrá redactado la alumna Thatcher en su época de college sobre este pasaje memorable del Enrique IV! La aventura de las Malvinas -en donde participó también un príncipe Harry, encarnado en un alegre y mundano Andrés- le va a venir pintiparada a la dama de hierro para ganar holgadamente unas elecciones convocadas con malvinesco adelanto. La actividad gloriosa derrochada en las Falkland, ¿disipará el recuerdo de los antiguos días de galopante inflación y mantendrá ocupados a los tres millones y medio de fogosos parados ingleses ... ? Sería una aplicación ciertamente ingenua de lo que, para abreviar, llamaremos principio de Enrique.
Como criminal ingenuidad sería embarcarse en la aventura de Beagle con la creencia de que ello bastará para disipar el recuerdo de ese desvergonzado documento exculpatorio sobre los desaparecidos, o se acallará el ruido de las cacerolas, concierto que por ironías del destino ayer regaló los oídos del dictador y hoy se los castiga.
La Thatcher, Pinochet, los junteros y sus etcéteras planetarios son, ellos mismos, personajes de Shakespeare; con menor grandeza, desde luego; como un mal plagio. También ellos frecuentan de cuando en cuando la invocación divina. Antes el poder emanaba de Dios -ésa era la creencia-, y Dios, a veces, cometía excesos. La diferencia con él ahora estriba en que el pueblo de Shakespeare se sentía obligado a aceptar ese principio de legitimidad real como incuestionalbe, y hoy ese cuento chino -si exceptuamos las tribus más virginales- aburriría a un niño.
Algo de celestial, no obstante, debe de rondar en el asunto del Canal de Beagle, cuando cuenta con la mediación arbitral del Sumo Pontífice. Para no defraudar al viejo Marx conviene, sin embargo, no omitir el doble fondo de la cuestión: esas tierras y mares en torno al Beagle prometen ricos yacimientos petrolíferos.
Algo que no sospechó el viajero Charles Darwin, sobrecogido por el horror del clima y la belleza de los glaciares, científicamente ensimismado con la anatomía y las costumbres de los indios fueguinos.
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