Un horizonte inseguro
En un reciente sondeo de opinión publicado en EL PAIS, los españoles aparecen entre los europeos más preocupados por el peligro de una guerra. La cosa, en principio, parece sorprendente porque, en España, las posiciones mantenidas en público por los partidos, las fuerzas sociales, los medios informativos, los comentaristas políticos y demás elementos influenciadores de la opinión pública, en líneas generales, han acostumbrado a presentar la amenaza de una guerra como algo bastante ajeno a nuestro país, que sería, por supuesto, devastadora y horrible, pero que parece de viabilidad remota. Incluso muchos piensan que, si esa indeseable calamidad se produjera, aquí podríamos permanecer neutrales, como espectadores que propician la paz y dan consejos a los contendientes.El resultado del sondeo nos indica que la percepción del pueblo llano es otra, y que sería bueno no tomar los deseos por la realidad. Pensar en una guerra nuclear resulta escalofriante, y cuantos esfuerzos y movilizaciones se hagan para impedirla se quedarán cortos. Pero sería ingenuo y suicida no querer ver el alto riesgo que corremos a diario y la necesidad de mantener un equilibrio disuasorio, por muy equilibrio del terror que nos parezca. La guerra de las Malvinas nos proporcionó el ejemplo de un país desarrollado y culto, como el Reino Unido, que entró con suma facilidad en una escalada de clima bélico y patriotismo agresivo, incluidas mozas en flor que ofrecían sus senos desnudos a los aguerridos soldados de la Armada. Ese comportamiento no es cosa exclusiva de ingleses, y aquí mismo, entre nosotros, podríamos asistir a una explosión de belicismo patriótico si ocurriera cualquier contrariedad grave en Ceuta y Melilla, pongamos por caso.
No es bueno, por tanto, presentar nuestra preocupación por la OTAN, por el despliegue de misiles y por nuestra participación en los debates sobre desarme o no desarme europeo como una cuestión de lujo o una oficiosidad diplomática para quedar bien. Nosotros formamos parte de los territorios que estarían envueltos en la guerra si ésta se produce. Y el señor Reagan nos puedeparecer peligroso y agresivo -y está bien que el Senado norteamericano le frene sus gastos de armamento-, pero la Unión Soviética no está dedicada a construir parques de recreo para pacifistas, sino misiles de alcance medio y de alcance largo. Al parecer, según las informaciones que circulan en el mundo occidental, fabrica un SS -20 a la semana, y este cohete, que alcanza 4.500 kilómetros, lleva tres ojivas atómicas, cada una de las cuales tiene una potencia equivalente a la de 30 bombas como la de Hiroshima. No parece fácil contrarrestar con flores y baladas de primavera tales misiles.
Como el riesgo es tan brutal, no puede uno permitirse el menor descuido. Hay muchas personas, de las que acostumbran a opinar sobre las venturas y desventuras de nuestro tiempo, que creen posible alejar el riesgo bélico por el sencillo procedimiento de no mencionarlo. Pero lo cierto es que vivimos en un equilibrio de la disuasión que ha cambiado todos los supuestos de la guerra y todas las concepciones filosóficas y morales sobre ese hecho capital de la historia humana. Y tal vez el cambio más notorio es el de la ventaja abrumadora de quien pegue primero y disponga de mayores posibilidades de sorprender a la otra parte. Se acabaron las fórmulas bélicas caballerescas. Los antiguos florentinos consideraban deshonroso atacar por sorpresa a un enemigo, y por eso lo avisaban con un mes de antelación tocando continuamente una famosa campana, llamada Martinella. Cuando la Martinella comenzaba a sonar, ya se sabía que un mes más tarde los florentinos saldrían a combatir. Bastante tiempo después aún se podía decir aquello de: "Disparen ustedes primero, señores franceses", y se discutía sobre la honorabilidad o no de la victoria.
Miguel de Montaigne se ocupó en algunos de sus ensayos de las convenciones existentes y de las conveniencias a seguir en caso de guerra. En uno de ellos -La hora peligrosa de los parlamentos- se plantea el riesgo de ser sorprendido mientras se está confiado en negociar la paz. Y relata varios casos. En Roma, por ejemplo, Cicerón escribía la muy noble sentencia de que nadie debe aprovecharse de la ignorancia o la estupidez ajena, pero varias veces los romanos, mientras discutilan condiciones de paz, se apoderaban de las ciudades por sorpresa. En los tiempos de Montaigne, el marqués de Pescara puso sitio a Génova y entró en negociaciones con el defensor, duque Octavio Fregoso. Cuando ya se pensaba que iban, a llegar a un acuerdo, las tropas españolas entraron en la plaza y, con la victoria, se acabó la negociación. Y es que en la guerra, como cantaba Ariosto en su Orlando, la victoria es siempre laudable, ya se deba al azar o a la pericia ("Fu il vincer sempre mai laudabil cosa, / Vincasi o per fortuna o per ingegno").
Montaigne dice que él no es de ese parecer y que debemos aprender de Alejandro Magno, que se negó a aprovecharse de la ventaja que le otorgaban la oscuridad y la noche para atacar a Darío: "A mí no me interesa de ningún modo", dijo Alejandro, "buscar victorias de mala ley". Pero esos son recuerdos históricos que no volverán.
En el siglo XIX, cuando Clausewitz teoriza sobre la estrategia militar, coloca, al lado de la superioridad numérica, la sorpresa y la astucia, sin ninguna consideración para las viejas historias de caballerías. Pero advierte que, en cualquier caso, la mejor estrategia es ser siempre lo suficientemente fuerte, tanto en términos absolutos como en el punto decisivo.
En nuestras circunstancias, el panorama es sombrío, y la crisis económica lo agrava. Keynes creía que no se puede salir de un ciclo económico depresivo sin una guerra. Hoy esa creencia puede y debe ser desautorizada, pero ello exige tomar múltiples medidas impopulares en el orden económico y contar con medios suficientes para disuadir de aventuras agresivas a quienes se consideren fuertes. Vivimos con un horizonte de inseguridad al fondo, y sería muy imprudente confiar sólo en negociar la paz, sin cuidar de que no entren en la plaza. Podríamos no tener tiempo para verlo y menos para contarlo. Hay gentes que no tienen miramientos ni con el defensor del pueblo.
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