El teatro es mi lengua materna
El teatro es mi lengua materna. Desde los nueve años elegí este medio de expresión para relacionarme con los que me rodeaban o para comunicar las emociones que más me parecían conmover. (El amor nunca fue más hermoso que en las leyendas, los poemas o la escena.)En aquella época iba aprendiendo, sin pasar por la enseñanza, el oficio, como siempre lo hicieron los artesanos. El autor sólo puede desear... Son los decorados y los gestos los que seducen. Me empapé de manera natural de las fiestas, carnavales, visitas, paseos, encierros y procesiones..., los cuales serían para siempre los eternos marcos de mi obra, y especialmente me impregné del riquísimo mundo femenino que me rodeaba con su fascinante principio de incerticlumbre. Las escenitas ("los sainetes") que escribí en aquellos años comportan ya la esencia de mi obra... Y no me sorprende que Picnic en,el campo de batalla, que escribí a los 16 años, sea mi entremés más representado.
Desde 1950 a diciembre de 1955, es decir, desde mi descubrimiento del estreno hasta el momento en que elegí la libertad, asistí (iba a escribir... "a todos"...) a la mayoría de los estrenos madrileños sin discriminación ninguna: Beckett y Pemán, Alfonso Sastre y Calvo Sotelo, lonesco y Ruiz Iriarte. López Rubio me era tan familiar como Marqueríe, crítico de Abc, o Torrente Ballester, crítico de Arriba. La figura de aquel muchacho desconocido y solitario era, como más tarde supe, objeto de curiosidad para aquella familia, que se reunía delante de un telón esperando quizá el frenesí del espejo. (Familia que renovaba cada noche el único deseo que existe: el de ser el destino de otro.) Mis ídolos eran Trives, Corroto, Josefina Sánchez Pedreño..., pero también Carmen Troitiño o Rambal. El estreno de Mamá nos quita los novios o la Cantante calva, así como la lectura privada -en un salón de Bellas Artes- de la primera versión de La muralla, de Calvo Sotelo, se hicieron con la discreta y modesta presencia de aquel aprendiz que yo era..., y que lo sigue siendo. Aprendizaje (que no enseñanza)... sin fin de la regla teatral (más importante que la ley natural) que impone en el acto dramático la seducción.
Cuando este cuento de hadas y de brujas que para mí es toda carrera de dramaturgo se inicia en Madrid en 1958, me va a dar la alternativa nada menos que Josefina Sánchez Pedreño, en una, para mí, legendaria función única de teatro de cámara. Elegimos como intérprete la actriz más arrebatadora de su generación: Victorita Rodríguez. Cuando su marido me vio... reconoció en el autor novel al misterioso desconocido de las noches de estreno.
En 1954 fui a ver al dramaturgo español vivo que más me cautivaba: Azorín. Me acogió en su piso de Zorrilla, 21..., supongo que con asombro por mi audacia. Hablamos, ¿cómo no?, de la forma, y mi maestro me dio una larga y luminosa lección que siempre tengo presente. (Sin embargo, Azorín, públicamente, tan sólo se interesó por mi novela Baal Babilonia.) Discurrimos sobre el prestigio de la ilusión.
En París no creo que haya dejado de asistir al estreno de una sola obra que haya juzgado prometedora. Pero asimismo, desde 1960 he viajado por los cinco continentes para ver el mejor teatro (con la excusa de asistir a la representación de alguna de mis obras..., pero, a veces, doble placer, una de mis obras fue, o es, el pretexto para una producción excepcional: Víctor García, en Sâo Paulo; Lavelli, en Nuremberg; Tom O'Horgan, en Nueva York, etcétera). He visto los primeros trabajos de Bob Wilson en Manhattan, el mejor Terayama en Tokio, el deslumbrante Carmelo Bene en su casino de Roma, etcétera. He pasado 26 horas seguidas con Grotowsky en una habitación de hotel mexicano ,hasta que el sueño nos derrumbó, he visto seis noches seguidas el Orlando furioso, de Ronconi (por ello exigí que Mariangela Melato fuera la protagonista de mi película El árbol de Guernica). Mis pasos, muy a menudo los guió el azar..., pero el azar no podrá nunca suplantar al destino.
En Shiraz, en Belgrado, en Caracas o en Sidney, al socaire de ver festivales, he conocido apasionados del teatro que con los años se han convertido en ministros, en viceprimeros ministros y hasta en presidentes de la república o brigadistas rojos. Así, Mario Moretti, antes de pasar al ataque, tradujo al italiano mis obras..., de la misma manera que, en la misma época, las adaptaba al islandés el actual presidente de la República islandesa. Nada parece predetermi nado..., pero el teatro nos muestra que todo es antagónico.
En mi opinión, todos mis estre nos en España (que comenzaron tras la autorización en 1978) han sido rodeados de los mejores auspicios. Oye, patria, mi aflicción reunió a la legendaria Aurora Bautista y a Augusto Fernández, el brillante director argentino que ha remozado el teatro alemán. En El cementerio de automóviles se dieron cita Víctor García y la sublime Victoria Vera. El arquitecto y el emperador de Asiria se representó con el concurso de dos grandes actores, Prada y Marsillach, y uno de los directores europeos más brillante, Klaus Gruber. Inquisición, por su parte, se hizo gracias al dúo Sansas-Berenguer: la gracia y la perfección.
Si en uno de los casos el resultado no estuvo a la altura de la esperanza, no puedo negar que en mi patria he tenido la suerte de haber sido defendido por hombres y mujeres que cuentan entre los mejores del teatro contemporáneo. Hoy, el trío Pellicena, Narros y Yolanda se sitúan por derecho propio en esta tribu de superdotados de la escena. El rey de Sodoma es una de las obras de mi teatro posvanguardista que más me conmueve... Con ellos todo será tan fácil. El trío, instintivamente, es cómplice al subrayar que la verdad en la escena sólo complica el acto.
Tras el estreno en Madrid de Oye, patria; mi aflicción, mis colegas, demasiado tímidos, no subieron a verme; hubiera podido pensar, si me hubiera dejado llevar por la melancolía, que no me aceptaban como autor español. Felizmente, como representamente espontánea de la escena española, vino a felicitarme la hermana de García Lorca, mi "hermano mayor".
El último estreno al que asistí en España de Benavente se hizo en el Infanta Isabel. Cuando terminó la obra (El marido de bronce), me precipité en los camerinos para ver de lejos a mi maestro. El voluminoso y cordial Arturo Serrano (que los más descarados llamaban el nueve culos) cogió al diminuto Benavente como si se tratara de un muñequito y se lo subió por la escalerita de caracol hasta el primer piso... Don Jacinto se volvió a mí y me sonrió... Quizá recordando que años antes, en 1945, teniendo 12 años, habíamos coincidido en la plaza de Oriente, donde nos habían conducido nuestro enérgicos guías... Aunque es posible que Benavente, en el Infanta Isabel hubiera querido pasarme el relevo de generación.
Sí soy un autor español más, como Ruiz Iriarte, Echegaray, Calvo Sotelo, Max Aub, Casona, Benavente, Muñoz Seca, García, Lorca, Alberti, Luca de Tena, Buero Vallejo, Lauro Olmo, Muñiz... Me complace estrenar en Madrid al final de una temporada que ha mostrado la vitalidad de los autores españoles con los estrenos de Polo, Vallejo, de Pablo y, últimamente, Ignacio Amestoy.
Gracias a todos, de corazón, por permitirme, en mi casa, hablarles en mi lengua materna.
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