Esos de las marimorenas
A Rafael Alberti, tritón y banderillero de la bahía gaditana
Un melancólico domingo yugoslavo junto al lago de Struga, y en tanto acometíamos mano a mano una fuente de chepávchichis, el gastrónomo detectivesco señor Vázquez Montalbán me persuadió de que pocas cosas hay más saludables que la de apencar con las propias contradicciones.Bien declarada tengo ya en estas páginas la contradicción que me aflige en cuanto a los toros y, como no me curo de ella, debo aceptarla y repetirla aquí. Fui ayer ardiente aficionado; hoy, el descubrimiento de la usual monotonía de las corridas, su violencia y los padeceres del noble bruto astado (que, dicho así, queda muy antigüito y muy fino) me alejan de esas ceremonias, salvo de alguna con artista en el cartel. Pero, aparte de que siempre hay pocos, habríamos de precisar con qué se come eso, que es eso de un torero artista. El dedicatario de estas líneas lo sabe muy bien, y tantos otros aficionados, pero hay mucho personal que confunde ajos con huevos.
Como en el flamenco, la literatura o las artes plásticas e histriónicas, el toreo de arte es una dificil mezcla de inocencia y sabiduría, de espontaneidad y técnica. Aunque lo niegue Stravinski (que, a su manera, lo tenía), un sentimiento poderoso, mas o menos explícito, jamás falta en un arte grande; sin él, y por ejemplo en letras, caemos en el nouveau roman y su abrumadora comparsa: en lo que Unamuno llamó despectiva y divinamente tecniquerías. Por otra parte, y con sentimiento desprovisto de buenos rigores, encallamos en el soneto llorón y en el melodrama barato. En el toreo ocurre algo parecido, y el de arte ha de compaginar sentires y saberes, gravedades y luminosas concurrencias.
Broncas jubilosas y luctuosas
El pliego de obligaciones del torero artista parece incluir, de toda la vida, las broncas y marimorenas, que las hay jubilosas y luctuosas. Tal vez por más inteligente o sensible, una supenor conciencia del peligro y de la comprometida distinción de sus suertes hacen también más temeroso al torero artista. Pero la gente paga a gusto por eso mismo, y como muestra suprema del culto a la incertidumbre de los torerísimos, recordaré el vozarrón popular que en una añeja corrida del Corpus, en Cádiz, le chilló a Rafael de Paula:
"¡... venga ya! ¡Que no tienes ni miedo!".
Sospecho que Antonio Fuentes, en cuyo toreo entrevió Joaquín Muntaner "un pisar de caballos overos zarandeando gruesos cascabeles", es el matador que inicia la lista de arduos magos inseguros, necesarios siempre para el graderío como antídotos del valor o la destreza a palo seco. Rafael El Gallo, Curro Puya, El, Niño de la Palma, "pájaro pillo" de las chuflillas albertianas, son señeros artistas de lujo a los que no alcancé a ver; entre los que sí, Cagancho, sombrío halcón maravilloso hasta sin arrimarse; el casual caraqueño don Antonio Bienvenida; Curro Romero y Antoñete, sacerdotes considerables, pero evidentemente menores -incluso en sus mejores tardes- del gran ritual estético, y el inentado Paula: obsérvese la vistosa hegemonía de gitanos y de andaluces.
Ahora, entre los más jóvenes, Curro Vázquez y el vallisoletano Roberto Domínguez vuelan también por esa línea. Pero he escrito Vázquez y éste sí que es apellido mayor en la infrecuente gloria artística de los toros: Manuel I El Pulquérrimo, que aún venderá esta temporada sus brocados de oro, aunque sea a centímetros, y su hermano primogénito, el retirado Pepe Luis, cuya alada profundidad sólo me acerca a la pluma un nombre: el de Mozart.
Babelia
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