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Reportaje:

Por qué Hitler no ha tenido un rostro 'de cine'

La filmografía sobre la personalidad del dictador nazi es prácticamente inexistente

Hitler, mejorando lo pasado, le ha ocurrido en el cine lo mismo que a Vietnam. Que nadie tenía ganas de recordar con demasiado detalle todo lo que había significado, y que, por lo, tanto, ni siquiera en el programa de sanciones contra Alemania era posible incluir una revisión cinematográfica de la persona del odioso dictador. Eso explica que la filmografía de Adolfo Hitier sea prácticamente inexistente, que no se haya hecho jamás la película del cabo de Bohemia, y que, salvo muy puntuales excepciones, el Führer que hemos visto en la pantalla lo haya sido a hurtadillas, al bies, de espaldas o convertido en un hombre a un ridículo bigote adosado. Era tan horroroso contemplar de cara al monstruo, que el cine ha huido de proclamar en primer plano la fantasmagoría agónica del siglo XX.Y no es que el cine haya querido coirrer un tupido velo sobre las atrocidades cometidas bajo el régimen hitleriano. La serie televisiva Holocausto pretendía, precisa mente, impedir que unos cómodos puntos suspensivos hicieran de epíloga para la conciencia mundial de lo ocurrido hace apenas medio siglo.

Cuando las nuevas generaciones de alemanes empiezan a ver como algo adecuadamente distante los acontecimientos del período, cuando los currículos escolares en la República Federal de Alemania tratan con pudor excesivo aquella parte de su historia y cuando, no por casualidad, se produce un grosero intento de vender a la opinión pública unos falsos diarios de Hitler de los que un historiador nada sospechoso, como el británico Trevor Roper, llegó a decir que deberían contríbuir a que se reescribiera la historia del nazismo, la serie Holocausto quería impedir, como si anticipara algunos de estos hechos, que se consumase la interesada operación olvido.

El Hitler no figurativo de Chaplin

Anteriormente habían sido incontables las películas en las que se había dramatizado la tragedia del pueblo judío, los horrores concentracionarios o la simple brutalidad de la ocupación nazi. Pero aun en estos casos, se solía observar una distinción entre la imagen que se quería dar del ejército profíesional y de las infames escuadras de las SS y la Gestapo, hasta llegar a la audacia relativa de una producción británica de los setenta, El nido de las águilas, en la que un oficial del ejército alemán, Michael Caine, se enfrenta a los esbirros delmazismo para defender a una niña judía en ruta hacia uno u otro Auschwitz. Recordemos también el considerable número de veces en que Curd Jürgens, el austriaco especializado en nobles soldados alemanes de Hollywood, había mascullado imprecaciones contra las decisiones de algun sádico oficial de la escala política, sin poder hacer otra cosa que obedecer a regañadientes y con el corazón inevitablemente destrozado.Con todo, ni la condena del nazismo como abstracción, la imagen macabra y sanguinaria de la inmolación del pueblo judío o el escarnio sobre una parte del esfuerzo de guerra alemán han compensado una ausencia: la de él mismo, la biografía completa, sobrecogedora y polémica del dictador en persona. Al fin y al cabo, si el cine norteamericano se atrevió a rodar Rey de reyes, ¿por qué no se habría de osar la mostración de una maldad que, en ningun caso, podía pasar de simplemente humana?

El rostro de Hitler contemplado en los noticiarios de la época asusta por su espantosa vulgaridad, ario sólo bajo juramento, y organizado en torno a una mosca hirsuta y negra situada entre el labio superior y la nariz. Un rostro así es una bendición para la caricatura, como la que le hizo Chaplin en El gran dictador. Juran los testigos que su mirada, en cambio, tenía una fuerza que incendiaba, pero en contraste con los wagnerianos desfiles de Nuremberg, aquella cabeza ligeramente ovalada con caída triangular hacia la barbilla, el mechón desastrado más que romántico sobre la frente y el escueto felpudo del bigote producen la terrible sensación de que asistimos a una ópera bufa de Mozart antes que a una reedición de Los Nibelungos. Por eso el Hitler no figurativo de Chaplin funcionaba.

En el polo opuesto, el del realismo esforzado, el actor británico Alec Guinness hizo un Führer paisajista en Los últimos días de Hitler, concentrado sólo en el aspecto clínico del personaje. Un enfermo con el brazo agonizante como consecuencia del atentado de julio de 1944, la mirada perdida y el andar vacilante. La composición de Hitler como fantasma podía ser artísticamentó válida, pero nada nos decía sobre el personáje. En aquella interpretación seguía sin anidar la fiera, y además, bajo el mechón y el bigotillo, cada espectador espiaba la resurrección de George Smiley.

Un elemento del decorado

Una excelente película soviética, La batalla de Berlín, que recogía la fase final de la ofensiva de la URSS contra Alemania, hasido la única qye ha tratado con alguna extensión la figura de Hitler desde una perspectiva no psicoanalítica, sin concesiones a la excentricidad de lo monstruoso ni exhibiciones de grand guignol. A cambio, el personaje era un elemento más del decorado antes que el gran orquestador de la tragedia, una figura deliberadament borrosa que nunca sale en primer plano, pero que, por eso mismo, es plenamente responsable de su locura. Un loco corriente, de los que van a juicio por sus locuras, y para quien el psiquiátrico de la historia no puede ser albergue de exculpaciones.Los restantes Hitler de la pantalla han sido estampas contempladas a través de una puerta entreabierta, un mostacho de soslayo, una voz en off, una figura distante sobre un podio a la manera del Führer que se pasea como un ánade por To be or not to be o a lo sumo, una buena reconstrucción de los servicios de maquillaje, como en una mediocre película norteamericana sobre el atentado de julio, en el que el jefe nazi se salvó milagrosamente de morir por la explosión de una bomba colocada bajo la mesa en la quie revisaba los planes de batalla con sus generales. Pero incluso aquí los protagonistas de la historia eran la propia conspiración contra el Führer y el heroísmo del conde Von Stauffenberg, católico y aristócrata que, al decir de quienes asi quisieron verlo, salvó el honor de los patricios alemanes ante la furia sera del plebeyo.

Por grande que sea el empeño, tanto como plagado esté de trampas cazabobos, el cine nos debe todavía la gran aproximación al período nazi empezando por su aterradora cúspide. Si no una imposible película definitiva sobre el personaje, sí una seria toina de contacto con la vulgaridad de lo enloquecido que parece que anidaba en Hitler. Porque, en definitiva, lo que podría haber retrasado tanto el ajuste de cuentas cinematográfico es loespantosamente difícil que es dar la dimensión de una locura sin precedentes en la historia europea del siglo XX con una apariencia estéticamente tan insignificante como la del dictador alemán. Si Hitler hubiera podido ser encarnado por un Orson WeIles o un Marlon Brando, si el Burt Lancaster de Visconti o el Vittorio Gassman de sí mismo le hubieran podido hincar el diente al personaje, el pintor de postales austriaco habría tenido su rostro, tarde o temprano, en la pantalla.

Posiblemente haga falta más tiempo para que el arte del cine se atreva a poner cara a cara a los millones de congregantes de las salas oscuras con el espectáculo horrible de una fatalidad, que todos podemos reconocer en el rostro que se acomoda en la butaca al otro lado del pasillo.

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