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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Presidente en funciones

SEGURAMENTE LA noticia más sobresaliente del último Consejo de Ministros no fue el conjunto de medidas adoptadas en la reunión sino el hecho de que, por vez primera desde la constitución del Gobierno socialista, su presidente no fuera Felipe González sino Alfonso Guerra. Aunque el dato resultaría intrascendente en otro contexto histórico, la sustitución del presidente del Gobierno por el vicepresidente para dirigir las deliberaciones del Consejo de Ministros posee, aquí y ahora, un contenido simbólico de diricil infravaloración. En vísperas electorales, el aplazamiento del cónclave ministerial hasta la semana siguiente hubiera sido una medida normal. El viaje de Felipe González y de los ministros de Economía y Hacienda y de Asuntos Exteriores a la República Federal de Alemania era una razón suplementaria de indudable peso en favor de esa suspensión. La presencia de Alfonso Guerra en la cabecera del Consejo de Ministros, a contracorriente de esas expectativas, reviste, en consecuencia, una significación especial. Probablemente la teoría del reparto premeditado de papeles entre Felipe González y Alfonso Guerra ha sido una conclusión extraída del arsenal de los prejuicios. Mientras la campaña de la CEOE en las elecciones andaluzas dramatizó hasta extremos histéricos esa contraposición maniquea entre un Felipe González angelical y un demoniaco Alfonso Guerra, la hipótesis satanizadora del vicepresidente sigue teniendo defensores más sosegados dentro incluso de la izquierda. El atractivo de las analogías históricas y de las vidas paralelas ha empujado, también a establecer una rígida simetría entre la pareja Suárez-Abril y el binomio González-Guerra. No parece, sin embargo, que el gusto por la simetría sirva para explicar eficazmente los fenómenos de la vida política. Las resistencias de Alfonso Guerra a aceptar la Vicepresidencia del Gobierno, a lo largo del pasado mes de noviembre, y la insistencia de Felipe González para doblegar ese rechazo no pueden ser explicadas por la teoría del reparto premeditado de papeles ni por la cont.raposición ideológica y política entre ambos personajes, sino que exigirían otro tipo de análisis, en el que es imposible prescindir de elementos pura y honestamente personales.

En cualquier caso, la sustitución de González por Guerra en la presidencia del Consejo de Ministros del pasado miércoles constituye un desmentido a las fabulaciones que premian al primero con el paraíso y condenan al segundo a los infiernos, y representa un signo de coherencia del equipo gubernamental y una buena señal de normalidad institucional. El vicepresidente del Gobierno, cuyo procesamiento fue solicitado hace poco más de un año con ocasión de unas declaraciones sobre el juicio de Campamento, sintoniza, tanto por sus virtudes como por sus excesos, con amplios sectores de la sociedad española. Guerra es, de añadidura, la bestia negra de la derecha autoritaria, tan fácil de encelar en los engaños y tan pastueña en sus embestidas. En suma, la figura del vicepresidente puede resultar, según los gustos, más o menos atractiva o antipática, pero es representativa de la mentalidad y de los sentimientos de una parte del electorado socialista.

La imagen del Consejo deliberando bajo la presidencia de Alfonso Guerra puede servir para demostrar que las ideas, los programas y las políticas -y no los personalismos, las camarillas y los intereses- dirigen la actividad del Gobierno. Lo que constituye la garantía de la continuidad política y símbolo de la salud democrática de este país.

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