Tribulaciones y esperanzas
Después de largos años de excedencia, en los que no tuve relación con ministerios, a punto ya de jubilarme de mi profesión en el extranjero, volví a España después de la muerte del general Franco. Reanudé entonces alguna esporádica relación con ministerios, especialmente con aquel de que había sido funcionario largos años.Quiero recordar algunas pequeñas tribulaciones administrativas que he sufrido, sin cansar al lector con detalles que no le interesan. Pero tomo la pequeña anécdota particular para intentar explicar desde fuera la situación presente, en la que se ve a un Gobierno nuevo procurando hacerse con las riendas mientras la gente espera, o a veces mira con temor, si la empresa es posible. Las inveteradas tradiciones del desorden, la ineficiencia y el servicio a particulares la hacen, evidentemente, muy difícil y obligan a tener paciencia.
Pero los que no nos resignamos a desesperar y no nos alimentamos exclusivamente de la fementida sopa de letras de ciertos ases del columnismo periodístico, intentamos entender lo que pasa y lo difícil que es educar a los españoles en una convivencia que ha de estar fundada en mejores y más fáciles leyes.
Mis tribulaciones en un caso administrativo provienen de los defectos de la legislación. Las abundantes disposiciones de los 40 años pasados han hecho a todos, administradores y administrados, escépticos sobre el valor de las leyes. A ese caos, ¡cuántas veces una consideración personal puede haber contribuido con una orden ministerial ad hoc! Otras tantas, una disposición general de mayor rango era alterada por una dictada especialmente para un departamento.
Los jefes de la Administración y sus asesores jurídicos se encuentran desde hace largos años con leyes contradictorias, cuya precedencia y aplicabilidad es, a menudo, difícil de determinar. Pero lo malo es que, en nuestras costumbres administrativas, cuanto más difícil mejor, pues con campo de arbitrariedad más amplio era más accesible resolver a gusto cada caso. ¿Que se quiere resolver a favor del señor A? ¿Que conviene que el afortunado sea el señor B? Basta buscar la ley especial del ministerio determinado, que si es anterior tal vez no está derogada en todas
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sus partes por la general posterior, y si es posterior tiene el vigor de la novedad. Y, en último término, en la frondosa selva legislativa existen reglamentos, órdenes ministeriales, órdenes comunicadas o misteriosos precedentes oportunamente archivados en los que están las fórmulas que convenía aplicar.
En sus tribulaciones, puede el funcionario más o menos experto, con su conocimiento de la Administración, aparecer por el departamento correspondiente para averiguar el porqué de la misteriosa dilación, o para, con alguna sospecha de lo que está ocurriendo, llamar la atención de la superioridad.
Pero funcionarios con decenios de predominio indiscutido pueden aislar al político que temporalmente ocupa el cargo. En mis tribulaciones administrativas me ha ocurrido que el político detentador del alto cargo me reprendiera severamente por haberle llamado la atención sobre la prepotencia de cierto funcionario que dominaba una sección importante y dotada de fondos. Uno de los más espinosos aspectos del cambio, en lo que tiene de racionalización de la administración, es que una legislación menos enredada y más clara debe impedir el ejercicio del poder por funcionarios dueños desu aplicación e interpretación. Ellos y los asesores jurídicos son capaces de disponer las cosas de forma que el que debería ser demandante se convierta en demandado. La reforma administrativa tiene que pasar por la revisión de viejas leyes que en el largo período franquista se han mezclado con disposiciones que no han pensado nunca en la ley objetiva, impersonal y soberana.
Y esa reforma que revise, jerarquice y unifique las leyes, destruyendo las instrumentales del franquismo en sus peores aspectos y que admita la ejecución de las sentencias del poder judicial, puede afectar a tantos beneficiados por la arbitrariedad que, sin negar el principio de la soberanía de la ley, principio mismo de la democracia y la justicia en todo régimen político no arbitrario, se ha podido desarrollar la creencia de que aquella soberanía puede ser reducida por la consideración a unos perjuicios demasiado generales y a unos derechos establecidos por puras situaciones de hecho. Hasta se invocan garantías de funcionarios por leyes que los defienden incluso frente a las conveniencias supremas de la necesidad general y del bien común. No deben existir tales consideraciones frente a la aplicación de lo que ha de ser ley general.
No deja de ser verdadero el aforismo jurídico fiat iustitia et pereat mundus. Pues el mundo amenazado por la soberanía de la ley, el de la arbitrariedad, el favor, la conculcación de la ley y el mal funcionamiento de la Administración, es precisamente el que debe perecer en una verdadera reforma administrativa.
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