Cádiz, sin más remedio
Me pide alguien por teléfono hablar de Andalucía. Hay muchas. Las vengo recorriendo, para mi suerte, estos últimos años de regreso, después de casi cuarenta lejos de ellas, de España toda. En la distancia, durante tanto tiempo, casi todo el país se me redujo a aquel amado trozo geográfico en el que tuve la suerte de nacer. A él no tengo más remedio que referirme. Cádiz. Su bahía. Los puertos. La luz del mar, reflejada en el cielo y descendiendo espejeante sobre las arenas, las albas olas, la cal rutiladora y vibradoras sales de las salinas.Siempre que vuelvo a aquella sacra bahía de los más viejos mitos, me siento purificado, me siento descansado de tanto ciego trajín, sacudido de todos los conflictos que es mi vida. No quiero ya nada. O poco. Quiero tan sólo sumergirme en aquel redondo mar, tan insultado hoy de submarinos y naves ajenos a su soñada calma, o a ese demente viejo azotador de todas las palmeras, las ropas tendidas que empavesan las azoteas. Allí nací, sintiendo como todos, desde mi primer día, el golpe del levante, sacudidor furioso, desde tantos milenios, de la frente y el alma de todos los gaditanos. Muchos me preguntan, casi siempre con la mejor intención: "¿Estás cansado? ¿No quieres reposarte un poco?". Yo les contesto: "No". Yo quiero sumergirme en aquel mar, metido en un pequeño e ideal submarino -que me ayudarían a comprar todos los gaditanos-, para seguir mi obra, las poesías y prosas que aún me queden por escribir. De cuando en cuando, emergería para tomarme un baño de aquella inmortal luz, aquella gracia, aquel espejear sin fin, que me han nutrido desde la tormentosa madrugada de un día de diciembre de 1902, en que nací para izar a los cuatro vientos del mundo la cegadora vela azul de la maravillosa bahía gaditana.
Primavera, 1983.
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