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Un faquir medio desnudo

Para Winston Churchill, el abogado Mohandas Gandhi, que abanderaba la causa de la independencia de la India a través de a resistencia civil pacífica y la no cooperación ciudadana, no era sino un agitador iluminado, medio envuelto en blanca túnica, tejida por él mismo en su rueca doméstica. Nada que pudiera quebrantar la centenaria y dominadora presencia británica en el inmenso subcontinente asiático. La historia nos ofrece continuos ejemplos de esa ceguera incomprensiva de políticos y militares hacia lo que es elemental y obvio. El filme Gandhi, que el talento de Attenborough ha llevado a las pantallas con el magistral protagonismo de Ben Kingsley, es la crónica gráfica de uno de los grandes procesos del siglo XX, el de la descolonización. No menos de 165 Estados soberanos pertenecen hoy a la ONU. No llegaban a 70 los que existían en el panorama internacional en 1939. En 40 años el mundo se ha fraccionado con la aparición de esas nuevas nacionalidades, que lo hacen más complejo, plural y proclive a mayor número de conflictos. El despertar de la conciencia de la India hacia la independencia nacional es uno de los magnos acontecimientos de nuestra época.¿Puede la ética sola, enarbolada como arma dialéctica frente a la fuerza de las armas, desencadenar victoriosamente una revolución libertadora? En determinadas circunstancias, sí. El hinduismo, con su tradición espiritual y filosófica, era el cimiento en que se apoyaba la acción política de Gandhi y es aún hoy el factor de cohesión decisivo en la abigarrada variedad de la Unión India. La apelación a la desobediencia ciudadana, renunciando a la violencia propia frente a la represión implacable del imperialismo británico, fue la gran originalidad que el líder medio desnudo aportó a la lucha emancipadora.

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Fue una operación insólita; una aventura del espíritu del hombre sin más recursos que su dimensión moral, sin ejército clandestino propio, sin apelación al terrorismo vengador, sin apenas medios materiales, con escasos canales de difusión popular, en una comunidad que iba a tener, una vez liberada, 16 lenguas oficiales y centenares de otras y un altísimo contingente de fieles musulmanes y fuertes minorías religiosas, como la de los sikhs y los núcleos israelíes de las grandes ciudades. Parecía una empresa descabellada y sin probabilidades. La política de Londres oscilaba, ante el extraño fenómeno, entre la dureza, el encarcelamiento y la represión, el diálogo, el intento de entendimiento, el destierro, el olvido y las detenciones. Gandhi era un abogado que conocía al dedillo las leyes británicas y sus estructuras procesales. Su austeridad personal, reducida al mínimo vital, desconcertaba al establishment dominante, que se apoyaba en buena parte en los numerosos príncipes feudales de riqueza deslumbrante, que exhibían su lujo en los hoteles europeos de la belle epoque.

La fórmula del apóstol emancipador tenía la fuerza de lo inesperado. Sus amenazas eran el ayuno hasta la muerte y la quema colectiva de los trajes manufacturados en las hilaturas del Larcarshire británico. "No compréis productos ingleses". "Fabricad vuestros propios lienzos". La síntesis del yoga con la rueca doméstica, engarzada al capullo cotonífero, que el filme reitera con pesada insistencia, es una imagen patética, que tiene algo de utópico y de trágico. Pero la vida sin utopía, como escribió Cioran, ¿no es algo irrealizable?

Las dos guerras mundiales sirvieron de sombrío escenario de fondo al desarrollo de las intrigas descolonizadoras. Gran Bretaña retrasó cuanto pudo la inmensa peripecia. ¿Qué gran imperialismo no lo hizo en el pasado? A España le tocó descolonizar sus provincias americanas con anterioridad a las demás potencias expansionistas. Ayacucho tuvo lugar siglo y medio antes que Dien-Bien Fu y que los acuerdos de Evian. Cuando llega a Nueva Delhi el virrey Mountbatten para arriar la Union Jack e izar el pabellón de la India independiente, en 1947, la película parece terminarse, pero no es así, porque la realpolitik revela con crudeza los graves problemas estructurales que esperan al independentismo. ¿Cuál era la mejor solución? ¿Dos naciones con religión diferente? ¿El Pakistán, musulmán, y la Unión, hindú? ¿O un solo gigantesco Estado, mayoritariamente hindú, pero respetuoso de las minorías? El Mahatma, destrozado psíquicamente por las tremendas violencias de la guerra civil que contempla, vuelve al ascetismo autoaniquilador pensando que el ejemplo de su sacrificio serviría para hacer triunfar la tolerancia sobre el odio racial y el fanatismo religioso. Fue precisamente uno de estos fanáticos quien lo asesinó a tiros por la espalda. Gandhi entraba de lleno en la historia universal.

Es interesante anotar que no hay -según creo- ninguna estatua levantada a la memoria de Gandhi en las avenidas de Londres, escoltadas de guerreros a caballo y políticos de levita, entre los cuales Smuts y Napier. España tiene, en cambio, los contornos del parque universitario madrileño y del Retiro poblados de estatuas de los libertadores americanos, los Gandhis de hace siglo y medio. ¿Es el tiempo transcurrido el que altera la perspectiva de los hechos históricos y modula los rencores del pasado? ¿O acaso la aventura de España, que duró tres siglos, tenía otras connotaciones diferentes?

Las imágenes finales de este filme revisten un simbolismo estremecedor. La pira que consume el cuerpo sin vida de Gandhi parece en su llamear restallante alimentarse de la propia energía del implacable y pacífico luchador. Más tarde las cenizas son dispersadas sobre las ondas turbulentas del Ganges sagrado al atardecer. En el contrasol se adivinan los pétalos de las rosas flotando sobre las aguas. ¿No recordáis las palabras de Borges: "El tiempo es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego". "El tiempo es un río que me lleva, pero yo soy el río"?

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