Huella sin marca
La trampa de la muerte recuerda, en su estructura, a la espléndida obra teatral de Anthony Shaffer La huella, que Mankiewicz llevó al cine en 1972, superando, con los matices de su versión, el propio texto -original. En aquel caso, el juego morboso de los dos protagonistas, que arriesgan su vida en un combate dialéctico que nace de su diferencia de clase, no sólo permitía numerosas interpretaciones, sino que mantenía el interés del espectador en base a una sabia combinación de sorpresas imaginativas e inteligentes.Esta comedia de Ira Lewin también se aproxima a un juego dramático inspirado en la contradicción y la sorpresa. Dos escritores se enfrentan. Uno de ellos, conocido por el público, debe superar sus recientes fracasos y, para conseguirlo, no duda en robar el texto escrito por uno de sus alumnos, quien, a su vez, no tiene reparos en adoptar cualquier medida que le conduzca al éxito. El esquema de Lewin tiene agilidad narrativa, ingenio y conocimiento de lo que antes se llamada carpintería teatral. Escalona los trucos con habilidad, reservándose el mejor para la última escena. Pero el director de la película, Sidney Lumet, no ha aportado a esa situación de base una imaginación suficiente. Su trabajo es chato, lineal, sin la profundización que exigiría un texto que puede enriquecerse en su capacidad de sugerencias.
La trampa de la muerte
Director. Sidney Lumet. Guión: Jay Presson Allen, basada en la obra teatral de Ira Lewin. Fotografía: Andimej Bartkowiak. Música: Jhonny Mandel. Intérpretes: Michael Caine. Christopher Reeve, Dyan Cannon, Irene Worth. Suspense. Norteamericana. 1982.Local de estreno: Roxy B.
En las antípodas de Mankiewiez, se ha limitado a fotografiar una representación. El trabajo de los actores es, por tanto, esencial: sólo en ellos pueden encontrarse los matices perdidos. Michael Caine, que también intervino en La huella, compone un personaje más histriónico de lo que precisa, aunque sea en su calidad interpreta5va dónde residen los aciertos de la película, ya que su oponente, Chistopher Reeve, está lejos de dar verosimilitud al ambicioso joven escritor que desprecia tanto como ama a su fracasado maestro.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.