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La honra del capital

Parece que ha causado estos días cierta sensación la medida que ha tomado el Gobierno de hacer de repente, mediante los oportunos trámites de expropiación forzosa, pasar bienes y débitos de una gran empresa de la gestión privada a la estatal. El caso ha debido de ser, entre muchos ocasión de regocijo; algo frívolo acaso, pero inocente, por lo descomunal y aspaventoso del gesto gubernamental, que correspondía, por otra parte, con lo gigantudo y desaforado de la empresa misma de referencia. Otros, en cambio, más serios, habrán refunfuñado que la cosa no tiene tanta gracia, porque -habrán pensado los más técnicos- hay gran peligro de que el grueso y fuerza de esa razón social consistiera en el crédito fenomenal de que gozaba, de modo que, al quedar desinflado ese globo por el propio picotazo ministerial, con lo que se va a quedar el Estado va a ser con un fardo de obligaciones y tinglados, que, de algún modo, acabará pesando sobre el contribuyente, antes acaso explotado por la empresa, exprimido luego, para cambiar, por los gravámenes oficiales; y además -habrán pensado los más políticos-, ¿qué es eso de pasar del Capital al Estado? ¿No sabe ya el hombre de la calle que esas dos cosas son dos caras de la misma, y cada vez más iguales de color ambas, la del revés y la del derechas?No nos compete aquí terciar en tan tremendos enjuiciamientos ni poner frenos al regocijo de los unos o la melancolía de los otros: más bien, lo más, contribuir a que del caso, que es ciertamente ejemplar, no se pierda lo que de ejemplo tiene, por demasiada atención a lo que tenga de particular y pintoresco: a que la atención se levante un poco de la empresa misma (y no digamos, de las cabezas visibles que aparentemente la regían y de las otras que parecen controlar el aparato del Gobierno), y reconociendo en ella un modelo ilustre, por más que un tanto caricaturesco, de las formas actuales y vigentes de toda empresa y todo capital, que el caso nos ayude a percibir algo mejor cómo es la esencia del dinero que rige nuestras vidas y qué imprevistas relaciones mantiene con la honra y con la fe.

Pues, si bien es cierto que la firma en cuestión se había hecho notable por cierta petulante hinchazón y precipitosa velocidad de desarrollo, y que los ciudadanos recibían con un gesto de entre pasmo y sorna, hace unos pocos años, el florecimiento repentino de una veintena de bancos nuevos bajo una misma enseña, o las noticias, proclamadas a bombo y platillo, de las sucesivas compras a paso ligero, tas, tas, tas, de entidades múltiples y razones sociales varias bajo la misma firma, ¿qué?: ¿era eso otra cosa que una mera exageración de los procesos normales por los que vemos en nuestro-mundo manejarse y desarrollarse la banca y la gran empresa en general? No era más que eso, y me atrevo a asegurar a ustedes, sin echar una ojeada a los libros de la firma en cuestión (libros que, por otra parte, ¿quién podrá leer nunca, salvo acaso en el juicio final el Supremo Ejecutivo?), que no se habían empleado en la gestión de esa entidad otros procedimientos que los habituados en el management de los grandes capitales: jugar con los plazos y con el tiempo, que es la forma más verdadera de dinero; aprovechar la inestabilidad económica, que es hoy vida del capital; ganar crédito a fuerza de fe en sí mismo, curar una deuda contrayendo otras mayores... En fin, ya se hacen ustedes una idea; sólo que en este caso, eso sí, pasándose un poco, tomándoselo con una cierta indiscreción y desmesura, acaso nacida -mire usted por dónde- de algún resto de ese quijotismo ibérico que dicen y de una cierta ingenuidad, que hasta parecía revelarse en el ostentoso estampillado de los establecimientos creados o incorporados por doquiera con el escudito con su abeja (bien lejos del disimulo y multiplicación de denominaciones que, más en la tradición burguesa, practican otras firmas), por no recordar el himno aquel de la empresa en que se cantaba el ideal de la colmena laboriosa y el estribillo hacía efectivamente "Zzzzzz, Zzzzz"; pero, en fin, con esas exageraciones, ejemplo, sin embargo, de la empresa normal y progresada. Claro que, sin ellas, tampoco ésa habría venido a ser blanco de elección para un Gobierno cuya sola prenda fuerte de sustento en el poder es el lema de "Una gestión más honesta". Así que debemos agradecer al Gobierno y a la fenecida razón social por habernos dado con este caso ocasión de ver algo más claro lo que es normal y típico en el funcionamiento del capital hoy día.

Porque, veamos: ¿cuál ha sido el meollo y trance fundamental

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La honra del capital

Viene de la página 11 en este asunto? Me aventuro a creer que puedo describirlo en unas pocas líneas: la empresa recibe del ministerio pertinente una insinuación de que debe someterse, como una empresa cualquiera, a una inspección de su estado de cuentas y gestiones. La insinuación se hace lo bastante pública y notoria. El management de la empresa la recibe como una ofensa mortal. Intenta resistirse al cumplimiento. Esto pone al Gobierno en el brete de o perder todo su prestigio o proceder en consecuencia. Y procede.

Nótese que el punto está en que la sola amenaza de una intervención inspectora estatal en sus asuntos ha de sentirla la empresa como un daño irreparable. No debe pensarse tan siquiera que hubiera en ello un temor de que se descubriesen fraudes o irregularidades, no; es algo más profundo y más derecho: es que una gran empresa en nuestros días tiene un tipo de capital que consiste esencialmente en el crédito de que goza ante la banca, ante el público, ante la competencía; dicho a la manera teológica su substancia consiste en la fe; dicho a la manera moral, su capital está en su honra. Ahora bien, una parte de esa honra estriba en que la gran empresa haya logrado imponer una fe sólida en que es verdaderamente grande; pero una gran empresa en este mundo no puede ser grande si no mantiene con el aparato estatal unas relaciones de excepción, que la eximen del trato de los comunes contribuyentes: la gente, los competidores, la banca misma, los negociantes extranjeros, tienen que, no saber, pero sí poder suponer que la gestión de la empresa y la del Estado están ligadas entre sí por vínculos estrechos y secretos; que la Administración estatal depende de la fortuna de la empresa, tanto, al menos, como viceversa. Pues bien, una intervención inspectora, y públicamente anunciada, mete inmediatamente en vacilaciones la fe en la grandeza de la empresa, pone su honra en entredicho: esto es, la corta sin más las fuentes del crédito, y el crédito era toda la esencia de su capital.

Bien será, pues, palmear sin reparos a los hombres del Gobierno por este gesto indiscreto, que trae un eco lejano de la voz de aquel niño del cuento de los falsos sastres de la tela invisible que, al ver pasar al rey por la calle, descubre con un grito lo que nadie dice:. "El rey está desnudo". Pero tampoco habría que contribuir a que se hagan ilusiones con este caso: al fin, entre ellos hay expertos en economía, que han de saber mucho mejor que el que suscribe cómo es que toda esta prosperidad en que vi ven nuestros países está monta da sobre el engaño y la mistificación a gran escala, regida por un capital que, al servicio de su fe y su realidad abstracta, maneja como meros pretextos los bienes palpables y las personas consumidoras (y ¿debería añadir que en los casos en que la empresa estatal hereda a la privada el capital sigue funcionando por el mismo esquema?), esto, es, los mismos procedimientos que esa razón social expropiada presentaba en caricatura; de manera que con este gesto apenas se ha hecho más que levantar una es quina de la tela invisible, do la cual, si tienen ánimos para ello, hay tanta y tanta que levantar.

Entretanto, para nosotros, la gente de la calle, resulta un tanto dulce y consolador saber que ese capital que constituye la realidad cotidiana de nuestra muerte, ese capital que crea en usted la necesidad de un coche nuevo, a fin de que las ruedas del trabajo sigan moviéndose, aunque sea en el vacío; ese capital que destruye por la construcción ciudades enteras para mantener la ilusión de que sigue ocupándose en hacer. algo, ése que mantiene pequeñas guerras en Centroamérica o en Oriente Próximo, como procedimiento también del despilfarro que le es vital, y a la vez para conservar, con la idea de guerra, la convicción del resto de sus clientes de que viven en la paz; ése que del cadáver del amor organiza la industria del sexo y las miriadas de prostitutas para viajes de fin de semana de alto ejecutivo; ése que le incita a usted a fabricar una familia como institución esencial de promoción de necesidades y compra de chismes inútiles en cadena, que le excita a tener hijos numerosos a los que idiotizar con la televisión y convertir en futuros compradores de coche nuevo; ese capital es también, en su propia esencia, sublime y metafísico como dios y consistente en la fe en sí mismo: que si a ustedes todavía se les obliga a contar el dinero en forma de billetes, de cifras de salario mensual o de movimiento en su cuenta bancaria, en cambio, en las altas esferas donde flotan la banca y la gran empresa, allí no hay billetes, ni siquiera letras o talones, sino sólo unos nombres y unas cifras simbólicas que representan la fe de que cada uno de los grandes nombres goza, fe que es la verdadera materia, pura y sublimada, de su capital. Y es, en fin, quizá consolador para los simples contribuyentes, y hasta una cierta fuentecilla de confianza, el descubrir que ese capital, tan potente, tan por encima de toda moral, resulta sin embargo estar sujeto, por tanto, al cuidado escrupuloso y vigilante de su buen nombre, de su honra, en cuya integridad le va la vida; una honra que se muestra tan sensible y delicada como la de una dama de nuestro Siglo de Oro, la cual no sólo debía imponer con todos sus actos y ademanes la convicción pública de su honor, sino guardarse de que nadie en cualquier plática ociosa pudiera siquiera cuestionar o hacer averiguación sobre su honor: pues bastaba con que alguien tuviera que defenderla, diciendo "Honrada es doña Laura", para que, con la leve insinuación, se empañara un cristal purísimo, cayera mancillada su honra por los suelos y se hundiera con ella todo el negocio de su vida.

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