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Tennessee Williams y el mito del Gran Sur

Apenas tengo unos recuerdos triviales de Tennessee Williams: algún éclair de chocolate en Porte, uno o dos emparedados en casa de Isabelle y de Ivonne Gérofi, un saludo perdido en alguno de los palacetes de la Alcazaba; un whisky muy largo en la terraza del hotel Djenina. Un joven atleta silencioso, quizá vulgar, que le acompañaba. Conversaciones tangerinas. Es decir, pequeños chismes locales, comparaciones entre el antes y el ahora, una pequeña decadencia del cosmopolitismo, alguna ironía. Los encuentros entre tímidos son siempre infecundos. Sí recuerdo lo que a mí me pareció una gran timidez, una escasez de palabra. Los que estaban más cerca de él decían que, a veces, podría ser un chorro de palabras. Como sus obras. Parecía extraño imaginar que dentro de aquel hombre moreno y pequeño, casi latino, pudiera estar Blanche du Bois. Tantas cosas parecían extrañas en el Tánger de la época: que dentro del oficinista jubilado, de pulcro traje negro y corbata bien anuda da que parecía Burroughs estuviesen todos los jonkies, toda la droga y el sexo, todo el inmenso desorden de sus libros; que el cuerpo menudito y dificilísimo de Jenny Bowles, tan trabajado por largos años de alcohol, pudiera estar en el mundo de amor y de ironía de Two serious ladies o de Summer house; que en la pulcri tud callada y autodestructiva de Angel Vázquez estuviera, viva, La vida perra de Juanita Narbone. Escritores raros, últimos malditos de la literatura, para los que Tánger -con su indiferencia por los grandes nombres, con su sociedad educada y distante- era un cómodo margen.

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Autor para siglos venideros

Tennessee Williams era por entonces uno de los grandes nombres de la literatura universal. Lo va a seguir siendo: ya se pueden ir preparando los colegiales de los siglos venideros a estudiar lo que parece tan enrevesado, tan intraducible de su obra teatral.

Como no les darán, probablemente, más que un compendio para que se las vayan arreglando -no hay que suponer que la educación cultural va a ser mejor después que lo que es ahora-, les dirán, probablemente, que el drama americano empieza con Eugenio O'Neill -lo de antes son todavía piececillas coloniales, o poscoloniales-, y que de ese tronco común brotan Miller, Tennessee Williams, Thorton Wilder, Edward Albee. A partir de O'Neill hay siempre un curioso intento en los autores del teatro americano: recuperar la tragedia clásica, hacerla propia, demostrar que las viejas pasiones nunca mueren y que, por lo menos, América puede volver a ser su escenario. Es una busca de raíces y es, al mismo tiempo, un análisis del medio. Los personajes, las situaciones, los conflictos.

Con la vista larga se puede ver que toda la gran obra del cine americano -que es su principal teatro-, la epopeya del Oeste flanqueada por las otras dos características de su historia: la lucha y definición de la independencia y la guerra civil. A pesar de las presiones de los grandes productores, de la necesidad del happy end, del código de censura, del star system, bajo todo ese gran teatro cinematográfico está la tragedia grecorromana. Los nuevos dramaturgos hacen su pequeña trampa: eligen sus personajes entre seres a los que atribuyen una cierta condición de primitivos o perdidos en la nueva sociedad. El Emperador Jones de O'Neill es un negro; el juego de Edipo y Electra lo sitúa Miller en inmigrantes italianos.

La Atenas del Sur

Tennessee Williams elige el mito del Sur. El viejo Sur: algo que desaparece, llevado por el viento -Margaret Mitchell- de la guerra: un código del honor, unas pasiones, unas dinastías. El Sur podría ser una especie de Atenas; la misma democracia de Atenas. Es decir, una sociedad dominante que practica unas leyes de fraternidad y de igualdad entre sí, pero que reposa sobre los ilotas, sobre los esclavos: a veces les fustiga y les mata, viola cómodamente a sus mujeres, produce un mestizaje que no supone ningún grado en la jerarquía social; a veces es paternal, responsable. Williams está dentro de ese mito y dentro de su decadencia. Puede haber alguna duda de si Flaubert era realmente madame Bovary, o lo pretendía ser, o era una mera forma de análisis literario de su obra; no hay ninguna de que T. W. era Blanche du Bois. Cuando Thomas Lanier -su verdadero nombre- adopta el nombre definitivo de Tennessee es para incorporarse él mismo el Sur, para ser el Sur, decadente, perdido, camino de la neurosis: Blanche du Bois termina en un manicomio, y T. W. ha terminado, probablemente, en un suicidio, más o menos disfrazado -ahora- de sobredosis, para entrar en otro gran mito americano, el mito de la sobredosis.

El paraíso perdido

Probablemente la fama universal de Tennessee Willianis no hubiera podido producirse enteramente si el mito del Sur no hubiera precedido su trabajo en cientos de novelas, de películas que impregnaron el mundo. Su teatro recogía de otra manera esa sensación de familiaridad con el mito que nos habían dado los grandes medios del imperio. Pero cabe pensar que, a pesar de los grandes medios, esa forma del gran mito no hubiera penetrado en la conciencia universal de no haber tenido la fuerza de algo más arcaico: la de una Arcadia, la de un paraíso perdido. Todos, en cualquier lugar del mundo, llevamos dentro la imagen de algo que se quedó irremediablemente atrás.

Tennessee Williams era ese mito: el de los grandes días que se fueron y el desastre venido encima de cada uno por el encuentiro entre las viejas y las nuevas maneras. Lo vivía en sí mismo: no con la frialdad distante de Miller o con la crueldad de Albee; se lo había incorporado. Nos lo devolvía en forma de literatura donde la nostalgia era pasional, el recuerdo una serpiente viva y lo perdido algo insoportable. La clave homosexual parecía en este macho invertido escasamente operante en el retrato de los encuentros hombre-mujer. Es curioso que muchas de las formas de vivir en el teatro las formas de amor hombre-mujer estén creadas por homosexuales y que, al hacer la transposición, no pierdan su eficacia.

Tennessee Williams contaba siempre una misma tragedia; y la vivía. Es siempre grave para un escritor -para su vida, no para su literatura- poner su propia vida en la tragedia de la soledad, de la intimidad con nadie, de la inadaptación a todo lo que no sea algo que ya no existe. La botella vacía, las píldoras no identificadas, la palabra sobredosis, son los terribles temas de la literatura viva de nuestro tiempo: han debido ser la última obra de Tennessee Williams. La única forma de volver al Sur.

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