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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Dos días de febrero

HOY HACE dos años, los españoles fuimos obligados a vivir una de las experiencias más humillantes e indignas de nuestra existencia como pueblo civilizado. Una partida de guardias civiles armados asaltaba el palacio del Congreso y secuestraba a los miembros del Gobierno de la nación y a los diputados elegidos por el pueblo soberano. La operación era el fulminante de un golpe de Estado en el que se hallaban implicados altos mandos militares y que trataba de imponer al Rey el hecho consumado del fin de la libertad en nuestro país. La decisiva intervención de don Juan Carlos y la disciplina de la mayoría de las Fuerzas Armadas abortó aquel engendro. La sentencia del Consejo Supremo de Justicia Militar, pendiente ahora de casación ante el Supremo, estableció los hechos probados y condenó a los cabecillas de la rebelión por su infamante crimen, aun mostrando excesiva benevolencia en algunas. absoluciones y gradaciones de penas. En una fecha como hoy, los españoles no pueden sino evocar la pesadilla de aquella noche de vergüenza e imaginar las terribles consecuencias que hubiera tenido para el futuro de España el éxito -siquiera inicial- de las ambiciones de Milans del Bosch y de Tejero. Tal vez resulte útil, como ejercicio pedagógico, remontarse dos años atrás y comparar el estado de ánimo de millones de ciudadanos en la lívida madrugada del 24 de febrero de 1981 con la situación española actual. ¿Cuántos hubieran apostado hace dos años a favor de que veinticuatro meses después de la intentona golpista los principales responsables de la rebelión estarían aguardando en prisión la confirmación de la sentencia y Felipe González, elegido en las urnas por más de diez millones de españoles, ocuparía la presidencia del Gobierno?

Pero en el actual panorama, objetivamente optimista, de la superación de las contradicciones y las amenazas que se ciernen sobre la convivencia democrática no faltan motivos de inquietud y aspectos preocupantes. Razones de actualidad obligan a citar como ejemplo la tragedia ocurrida el domingo 20 de febrero de 1983 en las cercanías de Valmojado, que costó la vida a un niño de dos años como consecuencia de los disparos de una pareja de la Guardia Civil contra un vehículo que no advirtió las débiles señales luminosas de un irregular control caminero. Hasta ahora, el ominoso silencio gubernamental ante este homicidio sólo ha sido roto por las autoridades a través de las declaraciones del general Yraizoz, jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil, que nos han devuelto al túnel del tiempo en el que los medios oficiales podían ofender gratuitamente a las víctimas de una equivocada política de orden público. De las palabras del alto mando del instituto armado -"el error ha sido del conductor al no parar el vehículo"- se desprende que la culpa de la muerte del niño Félix Juan Domínguez la tienen, en última instancia, su padre o uno de sus hermanos, y no el autor de los disparos, que habría actuado -atención, conductores despistados- correctamente. Esa interpretación, que agrava el luto de una dolorida familia con una acusación infamante,'atribuye la responsabilidad de la tragedia a la extraña reacción del conductor del automóvil tiroteado, y en adelante hará correr fríos sudores a cuanto automovilista se cruce con una pareja de motoristas en la carretera y no se dé cuenta de los ademanes que hagan. Lo que a nosotros nos parece, sin embargo, inadmisible, y ojalá pudiéramos también decir que extraña, es la reacción del guardia. Luego se ha querido exponer la conjetura de que el coche tal vez no se detuviera porque -"es una sospecha no probada"- quien llevaba el volante era uno de los hermanos, sin carné de conducir, del niño muerto. Creemos, sinceramente, que las tumbas exigen, mayor piedad. Y los ciudadanos mayor respeto. Porque ni siquiera esa extraña reacción o esa sospecha no probada podrían justificar el tiroteo del automóvil ni librar al guardia civil que mató al niño de una acusación fiscal de homicidio por imprudencia. Un guardia civil cuyo nombre la opinión pública no conoce y que bien pudiera continuar todavía en el servicio activo y portando armas reglamentarias, como siguen haciéndolo tantos de los asaltantes del Congreso hace dos años.

El poder ejecutivo ha mostrado una asombrosa falta de sensibilidad ante sus diez millones de electores al no enviar a un cualificado representante al entierro de un niño que perdió la vida como consecuencia objetiva de la actuación de funcionarios de ese aparato estatal del que el Gobierno es responsable. El anuncio de que José Barrionuevo se dispone a comparecer ante la Comisión de Interior para explicar a los diputados esa absurda muerte indica que los hábitos de la democracia parlamentaria comienzan a calar en nuestra vida pública, pero la medida parece tardía e insuficiente. El escenario apropiado de la intervención ministerial es el Pleno del Congreso. Al comienzo de la primera legislatura, el PSOE provocó un Pleno de la Cámara baja para exigir explicaciones al Gobierno Suárez por los porrazos propinados por la Policía Nacional a un diputado socialista cántabro en una manifestación. Tan exquisita preocupación por la actuación de las Fuerzas de Orden Público se vuelve sospechosa ahora, salvo que el propio Gobierno dé por buenas las explicaciones del director general de la Guardia Civil de que "no está el horno para bollos".

En cualquier caso, cabe esperar que Barrionuevo -después del caso del grapo Martín Luna y de los sucesos de Malasaña- no se limite en esta ocasión a repetir ante los diputados las noticias de los periódicos, y anuncie las sanciones dictadas contra los responsables directos del suceso, que tardaron además varias horas en informar al gobernador civil de Toledo y descuidaron la obtención de pruebas fiables (¿dónde están las ruedas del automóvil tiroteado?) que permitan castigar a los culpables de esta atrocidad y demuestren la veracidad de los asertos policiales. Pero más importante aún es la determinación de las medidas que el Gobierno piensa adoptar para hacer imposible la repetición de sucesos como este. El jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil no merece el puesto que tiene, y, sobre todo, los ciudadanos españoles no merecemos que lo siga teniendo. Queremos saber que se han revocado las órdenes que al parecer tiene la Benemérita de disparar sobre todo coche que no vea la mala luz de una linterna en una madrugada de invierno, y aspiramos a suponer que diez millones de votos dan poder suficiente a un Gobierno para reorganizar un cuerpo que tiene inevitablemente que ser reformado. Porque si no, ¿en qué consiste el cambio? .

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