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Arrabal presentó su última novela en unos grandes almacenes de Madrid

La torre herida por el rayo, que le ha valido a Fernando Arrabal el último Premio Nadal, fue presentada ayer en Madrid por su autor, quien mañana hará lo propio en Barcelona. El acto tuvo efecto en la séptima planta de unos grandes almacenes; previamente, Arrabal firmó ejemplares en el sótano. La presentación corrió a cargo del especialista Angel Berenguer. Arrabal se limitó a estar. En silencio.

Cuando llega Aurora Bautista, a media tarde, en pleno trance de firmar libros, Fernando Arrabal va y se sube encima de la mesa que le sirve de escritorio; el personal de los grandes almacenes que le rodea con solicitud de hada madrina y abeja de Rumasa en la corbata se torna lívido. Será, no obstante, la única excentricidad que el autor se va a permitir en esta jornada de afanosas relaciones públicas. Por lo demás, con unas cuantas dedicatorias repetidas con ciertas variantes va a colmar el ansía de originalidad de los admiradores que, pacientemente, esperan su turno.Hay entre ellos una anciana -nacida con el siglo, el primero de enero de 1.901- que siempre le había tenido manía, por su anticomunismo, pero que se convirtió a Arrabal a raíz de leer Baal Babilonia.

Con flores a María

El escritor le pregunta: '¿Puedo ponerle una dedicatoria pornográfica?', y hay codazos y siseos entre el respetable. Sin embargo, en última instancia se reduce a un respetuoso "Con todo mi amor".Y es que resulta mucho menos fiero Arrabal de lo que él mismo se pinta, con ese aspecto de telegrafista de solitario poblado del Oeste vestido de domingo. Quizás, lo que ha estado haciendo durante toda su vida ha sido enviar boutades a ritmo de morse, y ahora mismo, firma tras firma, está haciendo lo propio, sonriendo beatíficamente a sus interlocutores -'Hombre, caballero, me alegra tenerle aquí, ¿le importa que le escriba que viva la Virgen María?'-, sin dejar de controlar la situación con el rabillo de los ojos infantiles.

'Vaya, señora, usted se llama Azaña, ¿no? ¿Desciende de don Manuel? ¿Sí? Vaya por Dios. Era creyente, ¿verdad?'. Se produce un silencio desconcertado y Aurora Bautista, que ya cuando hizo Locura de amor tuvo que vérselas con una prodigiosa historia, sale del paso como puede: "Sí, pero no muy practicante". Aurora ha venido para hacer frente común con el autor de Oye, patria, mi aflicción, que ella protagonizó hace unos pocos años. Y luego se le acerca un mozalbete de bruñida barba: '¡Se llama usted Julio! Como mi hermano, Julio César. Dígame, ¿es usted anarquista?'. Y el otro: 'Sí, de las JONS'. '¡Pero eso es estupendo!'. Así las cosas, el altavoz de los grandes almacenes anuncia que esta misma tarde se ponen a la venta 300 batas pirineos para señora al módico precio de 1.200 pesetas, y una empieza a pensar que todo está en perfecto orden.

Cuando le falta inspiración recurre al santoral: '¿Le importa que le ponga viva san Juan, pero no el Bautista, sino el Evangelista?'. Y así va apareciendo una retahila de personajes virtuosos, sin olvidar a Teresa de Avila, de quien se confiesa un amador. En la mesa, enredado en las flores que se desmayan en un jarro, tiene un rosario king size con crucifijo de madera a tono. Marisa, la fotógrafa, le pregunta si puede retratarle con el objeto cerca, y Arrabal lo toma entre sus manos y empieza a besuquearlo: "¡Es un honor, es un honor!". Dice que se lo acaban de regalar, y que está de lo más gozoso por ello. Y lo dice mientras sigue controlando la periferia con el reojo.

En la séptima planta todo transcurre más suavemente, él en su calidad de aparecido, Berenguer dando la nota seria y alguna que otra dama molesta porque no nos hemos marcado unos tríduos.

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