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Entre la pena y la gloria

Conversando no hace mucho con un amigo a quien estimo, me confesaba que él estaba a gusto con la situación política actual del país porque se había conseguido aquello "por lo que había luchado siempre". Socialdemócrata público desde los cincuenta veía satisfechos sus deseos políticos. Era el tiempo de las vacas gordas de los suyos.El asunto se plantea de modo bien diverso a los -muchos- que en las décadas pasadas rechazaban el esquema político occidental proponiendo para España un socialismo más que de nombre y una república que no fuera coronada. Entre estos prevalece hoy una postura que tiende a contemplar aquellos años como una época de ingenuas esperanzas: el entusiasmo generado por la lucha antifranquista enturbiaba el juicioso análisis de las cosas. Y entre otras cosas, el triunfo de la revolución cubana, junto a las expectativas que auroreaban en Latinoamérica, no habrían hecho sino atizar el fuego de tales sueños. Por fin estamos en la vigilia. Ahora, con la sabiduría del tiempo, se habrían dado cuenta de que estamos allí donde realmente podemos estar, en el límite de nuestras posibilidades. Más acá sería un retroceso imperdonable, más allá una locura insensata.

Naturalmente, lo primero que hay que preguntar a éstos -se confundan o no- es por sus ideales políticos; es decir, hay que preguntarles si piensan que el liberalismo, por mucho que se vista de socialismo, es el destino de nuestra sociedad o no. En caso afirmativo tendrán que reconocer que efectivamente se equivocaban cuando acariciaban un destino más sublime. Si, por el contrario, no se resignan a ser una alternativa social, sino que anhelan una sociedad alternativa, habrán de convencernos de ese increíble milagro: que con formas y contenidos de la derecha se avance hacia la izquierda.

Esta actitud es muy distinta de la de los que modestamente aceptan utilitariamente la nueva situación. Tal vez -opinan- no se pueda más. O que falten fuerzas o lo que sea. Quieren tranquilidad, y les bastan los pequeños pasos y las innegables, aunque incoloras, mejoras. Como comprensible es -sólo que mucho menos respetable- la del chaquetazo. Quien se adapta a los vencedores repite una conocida ceremonia. ¿No oficiaron los mismos monaguillos del dictador en el entierro democrático de éste? Aquí lo único que habría que pedir es una cierta claridad. Sin tapujos ni autorrollos que nos hablen del sabor de las lentejas o de la elegancia del traje nuevo. Sea como sea es este un fenómeno sin mucho relieve.

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Más interesantes, por lo difíciles de comprender, son los creyentes en el milagro, los que nos aseguran que por aquí alcanzaremos los grandes principios de antaño. Es probable que sean pocos los que les tomen en serio. Contribuyen, de cualquier forma, al abuso de la zanahoria de la ilusión y al fraude de la confusión. La decepción suele ser uno de los males que peor soportan las sociedades. Como suele señalarse, de ésta nacen el fanatismo y la desesperación.

Cuando Freud escribía sobre la guerra y la muerte insistía en que si se quería eliminar la violencia, en el caso de que ello fuera posible, había que empezar por reconocerla. Más veracidad y menos engaño entre gobernantes y gobernados le parecía un paso elemental, pero por esto mismo necesario, para que lo que de bueno haya en la civilización opere realmente como bueno. Nada más lejos de los deseos de Freud. Se dice lo que interesa sin que interese lo que se dice. Las palabras valen para todo, lo cual es una manera de manifestar que las cosas no valen para nada. La sobredosís de palabras es el reino del absurdo. Tan absurdo como la sobredosis de silencio: se ha introducido de tal manera el tabú en el corazón del Estado que el temor reverencial y la censura recortan una zona en la que se enmudece. Ese espacio todo lo neutraliza por muchos cambios y alternancias que se den. No sería sorprendente que así se gesten también demonios.

Volvamos, para acabar, a Freud. Y a su reivindicación de una dura sinceridad intelectual y social para evitar mayores males. O si se quiere seguir a otro clásico, para que la verdad sea revolucionaria. Tal reivindicación la reformularía yo en este momento por medio de dos sencillas preguntas, no sea que dentro de unos años nos vuelvan a decir una vez más -a toro pasado como el vuelo de la lechuza de Minerva- que nos habíamos confundido. ¿Se intenta ir más allá del socialismo imposible? Y si no se intenta, ¿por qué llamarle socialismo?

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