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Reportaje:

Rafael Alberti, marinero en Madrid

Juan Cruz

Rafael Alberti despidió el año pasado en Madrid leyendo para este periódico un poema de recuerdo de su amigo Louis Aragon y recibió el año nuevo acogiendo sobre su pecho la orden de Cirilo y Metodio de la República de Bulgaria. Antes había recibido el homenaje español por sus ochenta años, y hoy, precisamente esta tarde, el embajador soviético Yuri Dubinin le hace entrega de la orden soviética de la Amistad de los Pueblos. Son, para él, gajes de vivir en Madrid, circunstancias que provienen de ser el poeta vivo más vitalista y las consecuencias de haber dejado de ser un marinero de El Puerto de Santa María para convertirse en un ciudadano de la tierra madrileña.

Alberti cumplió ochenta años en diciembre. Ha tenido desde que nació tiempo para darse cuenta de que el mejor homenaje que le ofrece la vida es el agasajo de la alegría, y ante las celebracin se oficiales reacciona extrañado porque él pasa por la existencia como si todavía no se hubiera producido la sorpresa definitiva. Tiene un aire altivo y andaluz, subrayado por una melena blanca que da arrogancia a una cabeza rotunda. Por eso puede dar la impresión de que no acepta de grado los elogios que se le prodigan, aunque la verdad es que precisa de sus amigos más allá de cualquier medida.Hace algunas semanas, Alberti estaba en Moscú, recitando versos, con Nuria Espert, una de sus amigas del alma, con quien ha compartido escenarios de toda España. Por la noche, solo, desde su hotel, llamaba a sus amigos de España reclamando de ellos el calor que la noche soviética ya no podía darle. Otras veces, en la misma ciudad, ha calmado la necesidad del sol español reclamando más champaña ruso, apropiándose, a cambio de un dibujo, un hermoso gorro de astracán ajeno, o riendo hasta el amanecer de viejos recuerdos amables del exilio.

A pesar de que es un poeta establecido, reconocido y respetado, y aunque la suya es una casa asediada y sitiada, Alberti no olvida que es el superrealista amigo de Pablo Picasso que una vez orinó ante las puertas de la Real Academia Española de la Lengua, y, a veces, surge de su voz la ironía del marinero cuya vida ha sido signada, de manera escandalosa, por el hecho de haber nacido en la bahía gaditana. Aquella habilidad para orinar en público sigue estando vigente, por otra parte, y es un placer sin tacha el que siente el autor de Sobre los ángeles cuando una farola le sirve de cómplice para desahogar la necesidad que una vez sufrió ante la docta institución académica.

Por esas razones, más que los agasajos oficiales que recibe, prefiere comer y charlar hasta la madrugada con los amigos y, aunque simula que duerme cuando la vigilia está avanzada, le apasiona reír y cantar canciones andaluzas de carácter picante o simplemente melancólico. En la calle sigue siendo como un joven de los años sesenta que mantiene su melena larga y blanca como una rebeldía. Roma, en la que tantos años vivió y aún vive, es la otra gasolina de su espíritu, y a ella acude para recuperar el tiempo que le hizo perder la dictadura española, como un exiliado en el Trastevere. Allí vivió aquella época pletórica de la década maravillosa de los Beatles, y hoy este hombre, que fue diputado comunista 3, que aún asombra con camisas floreadas y dentadura perfecta, es también un recuerdo vivo y vitalista de una época que él se resiste a abandonar.

El embajador soviético le va a imponer hoy una condecoración preciada. Alberti ya recibió de Rusia el Premio Lenin, una especie de Nobel que Estocolmo no le ha querido dar. Hace cinco años, cuando los rusos le invitaron a compartir las celebraciones del 60º aniversario de la revolución soviética, fue el miembro de la delegación española que más parabienes recibió, el único que asistió a todos los actos más graves, el que surcó sin trabas por los protocolos más rígidos. Santiago Carrillo, que entonces era líder comunista, estaba asombrado, porque la estrella, en efecto, estaba desplazada. Alberti se reía y pedía más champaña en el hotel Sovietskaya. Luego, completado su físico gaditano y rubio con el gorro de astracán ajeno, Alberti esbozaría esa risa final que él guarda para cuando cierra la puerta y convierte su presencia solitaria en un símbolo de cierta melancolía.

Por la mañana, luego, se levanta muy temprano, revisa las llamadas infinitas del contestador automático y se lanza a la calle por si todavía existe por allí la sombra de un árbol o la risa de Bergamín.

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