Antes de los cien días
Yo no sé a quién se le ocurriría ese nuevo y pequeño milenarismo de los cien días, que parece obligar a periodistas y políticos a aplazar por ese tiempo sus juicios sobre un nuevo equipo de gobierno. Dicen que la costumbre es de origen americano, y no me parece mal, ni bien, aunque esté dispuesto a cumplir con ella más o menos, como cada cual en este empeño. Pero pienso que al menos ya es tiempo de decir algo sobre lo que aquí está pasando, las iras y las rabias de la derecha pensante, o de la escribiente, las decepciones y temores del progresismo, y los escarceos contradictorios del poder a la hora de instrumentar su andadura.Una ausencia breve, pero lejana, de este país me ha dado la oportunidad de reecontrarme al regreso con un mundo crispado de naderías insustanciales, cursado de la petite politique y la intriga de mesa camilla en torno a la actualidad de este país. Un mundo, en definitiva, pequeñito y algo provinciano, donde la excitación es tan ardorosa como huera y en el que la fogosidad de la protesta -a la que esta misma casa no es ajenasólo es comparabable a la de quienes tratan de arrellanarse en los sillones del poder.
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Decía el vicepresidente Guerra, ayer, en este periódico, que quizá el problema del Gobierno residía en que había hecho demasiadas cosas, y a mí me parece que este es un juicio inteligente, al que habría que completar con otro: el de que han dejado de hacer algunas. Parece como si el Gobierno se hubiera instalado en la Moncloa con la convicción esencial de que todo está por comenzar en este país, de que Franco se murió anteayer, y de que la transición auténtica empieza ahora. "Aquí no hay Estado, y lo vamos a construir" es la frase preferida de los socialistas. Desgraciadamente, era la frase preferida de Suárez también. Pero ni siquiera critico esta pequeña egolatría política que consiste en suponer que antes de uno sólo fue la nada, mientras que después vendrá la creación de un mundo armónico. Lo que critico es que, cuando Dios necesitó siete días para crear el mundo, el PSOE suponga que en unos cuantos más él puede hacer lo propio, toda vez que parece poseedor de una concepción final y casi inapelable de las cosas. Me molesta, por eso, ver a Felipe González, que es un político capaz, arrastrado por la tentación de planear sobre esta tierra, por encima de bienes y males, liberado de críticas y acicates. Los españoles han elegido en él un primer ministro socialista y no un salvador de la patria. Y este empeño que le asalta de la recreación de España, de la devolución de nuestro orgullo y esas cosas, parece que está dando como resultado una cuanta precipitación, y un cierto desconsuelo de sus votantes.
Ahí esta, por ejemplo, la reforma de la Administración. Este era y es un tema esencial del cambio, de la transformación querida y deseada por los diez millones de votos que auparon a los socialistas al poder. Parece que el Gobierno ha querido dar muestras de entusiasmo y de fidelidad al compromiso, y ha comenzado por echar de sus puestos a unos pocos contratados y exigirles a los funcionarios ir a las ocho de la mañana a trabajar. Los ciudadanos, como en el caso de los impuestos y de las subidas de las cuotas de la Seguridad Social, tienen la incómoda sensación de que el Gobierno ha comenzado la poda por los más débiles. Pero ahuyentemos incluso esas quejas, porque estas medidas resultan lógicas, aunque se echen de menos otras, y merecen el aplauso. Pero ni son la reforma de la Administración, ni estamos seguros de que sean el camino por el que era preciso comenzar. Por lo demás, como los problemas creados son muchos, y el caos generado no pequeño, hay ya síntomas de desfallecimiento en algunos ministerios y oficinas públicas, como los hay -en honor de la lógica- en la unilateral y hitleriana medida de pretender retirar el carné de conducir a los que no pagaron las multas, o en la increíble proposición de convertir en delito el pago de un, rescate para salvar una vida humana.
Todo esto nos habla de precipitación en el Gobierno de las cosas y de un punto de arrogancia en quien lo ejerce. Gobernar no es mandar, por mayoría que se tenga en las Cámaras. Hay una cierta tendencia, sin embargo, en la actitud y en las declaraciones gubernamentales, a apoderarse de los diez millones de votos que obtuvo el PSOE con un concepto patrimonialista del poder, de lo más peligroso para el futuro de nuestra. democracia. Pero mientras tanto -y ésta es la cruz de las cosas que se echan a faltar entre tanta actividad gubernamental comó la reconocida por Alfonso Guerra- algunos gestos o medidas de menor cuantía en lo que se refiere a la construcción del Estado, pero que afectan sobremanera a los derechos y a la felicidad de miles de personas y que tienen indubitable trascendencia política, son arrumbados displicentemente. Así que a estas alturas no sabemos todavía qué piensan hacer los socialistas con las cárceles de alta seguridad o con la objeción de conciencia al servicio militar, ni por qué han decidido retrasar el proyecto de ley de reincoporación de los miembros de la UMD al Ejército, cuando lo plantearon ya hace la friolera de cuatro años, y entonces les parecía algo tan normal. Matices del cambio, significativos aunque menores, sobre los que sin duda no se quiere progresar ni hacer gran cosa, como no se ha hecho para evitar la censura televisiva o para que el nuevo fiscal general del Estado no avalara la barbaridad jurídica de pedir siete años de cárcel en el caso Vinader.
De ninguna manera pienso que estas reflexiones han de sugerir un balance negativo de la gestión gubernamental, en la que resalta por lo demás una encomiable voluntad de modernización del país -ahí están la reforma del Código Penal, el tratamiento del aborto, y tantas otras cosas-. Pero me pregunto si no existe una considerable desorientación en las alturas respecto al necesario cambio de valores que es preciso llevar a cabo para que dicha modernización se produzca. Ese es el verdadero cambio esperado y sobre el que no hemos oído todavía una mínima palabra, sin duda porque afecta a los criterios con que los llamados poderes fácticos han venido definiendo durante los últimos siglos los valores imperantes en la construcción del Estado y en la organización social. El compromiso del Gobierno es transformar o sustituir esos valores por otros, más acordes con la voluntad y los deseos de la población.
Pero si me parecía justo hacer estas críticas, que en nada empañan la tregua de cien días, antes de hacer un análisis pormenorizado de las políticas de Felipe González, creo que es irremediable esbozar hasta qué punto rebasa la capacidad de asombro de cualquier ciudadano medio el guirigay montado por algunos medios de opinión que cada mañana nos anuncian el fin de nuestro pequeño mundo y se enzarzan en polémicas vistosas y aburridas sobre minúsculas preocupaciones. Si es para quejarse la ausencia de propuestas sobre un verdadero cambio de estructuras por parte del Gobierno de izquierdas, es para desternillarse de risa que sectores de la oposición no hagan otra cosa que acudir cada día a la ofensa personal o a la demagogia, en un tono que nada tiene que envidiar al que tanto le echaron en cara en su día al actual vicepresidente. Para no hablar de cuando se dedican a la crítica menor de si se come carne o pescado en la Moncloa a cuenta del presupuesto nacional. Aquí siguen teniendo más valor político,los amores secretos de un ministro que la instalación de misiles de medio alcance en Europa. Y, en la época del ordenador personal y el apocalipsis atómico, nuestros intelectuales conservadores nos quieren convencer de que la civilización occidental está en peligro, y nuestras almas también, porque un señor ministro de Cultura ha levantado el puño.
Lo esencial del asunto es que a este Gobierno no se le puede derribar en.las Cortes, y por lo tanto ha de durar los cuatro años, salvo que se produzca una erosión literalmente extraparlamentaria, a base de terrorismo, vestiduras rasgadas, columnistas con pluma de plañideras y comunicados como el de dólorosamente hartos. Pero yo preferiría ver una derecha, y un centro derecha, dispuestos a reconstruirse, a elaborar una oferta electoral para la España de ahora, y no la de los reyes godos, y a presentar una alternativa de este género a la primera ocasión que tengan.
Muchas veces he insistido en la tesis de que este país es sobradamente más moderno que su clase política. Cada día que pasa, desde el comienzo de esta recreada transición que el Gobierno socialista se empeña en desarrollar, me confirmo en ello. Pero no desisto de la esperanza de que, un día no lejano, sea más fácil para los diez millones de votantes del PSOE sentirse dueños del poder que para éste sentirse dueño de los votos. Ese día, el cambio habrá dejado de ser un eslogan.
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