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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La alborada del funcionario

EL RELOJ es un viejo enemigo del español, y acaba de ganarle una batalla: pero no la guerra. De todas las civilizaciones occidentales conocidas, la española es la más reacia a organizar su convivencia de una manera isocrónica. País formado por ciudadanos con la convicción de que son -cada uno de ellos- seres únicos, parece encontrar dificultades serias para hacerles mover con cierta unanimidad. El Gobierno, que trae consigo algún puritano tocado de ambición organizadora, ha decidido que por lo menos, en cuanto esté en su medida, el reloj debe ser un regulador: los horarios deben cumplirse, no sin antes fijarlos. El reloj iguala al ministro y al conserje. Una fuerza del destino ha querido que este Gobierno exacto y puntual llegue cuando los días astronómicos son cortos; y antes del crepúsculo matutino tienen ya que correr los funcionarios a sus puestos. Aturdidos por la nocturnidad, desconcertados por el. descubrimiento de las ciudades a horas tenidas comúnmente como insólitas, desapercibidos para el desorden de tráfico que ellos mismos organizaban, acumulando con ellos a sus hijos, cuyos colegios comienzan más tarde. Hay ya un movimiento de adaptación: numerosos colegios han modificado las rutas de los autobuses para que pasen por los ministerios y sus dependencias, en cuyas puertas funcionarios de todo orden -secretarias o jefes de negociado- aguardan con estos inesperados visitantes ministeriales: sus hijos. La medida es buena. Es, incluso, incombatible. Pero es insuficiente. El reloj tendría que ganar la guerra en muchos otros sectores: en toda la vida nacional. Incluso tendrían que cambiar ciertas utilizaciones del calendario. Los horarios de colegio, ya se ve, son incompatibles. Lo son los de los espectáculos, los de la comida, los de la televisión. Haría falta un buen engranaje: es difícil saber si eso se puede hacer de una forma autoritaria -en el buen sentido de la palabra- o si, espontáneamente, un solo cambio como el que se acaba de producir puede arrastrar todos los demás. Los intentos autoritarios -ahora en el mal sentido de la palabra-, han fracasado siempre. Los regímenes anteriores tenían la convicción religiosa de que todo lo que pasa por la noche es pecado; regularon espectáculos, metro, autobuses, establecimientos públicos con unas horas de cierre que desaconsejaran la nocturnidad. No lo consiguieron. La lucha habitual del español contra lo que no quiere es la del granito de arena, la de la resaca: forma él mismo una entropía que desgasta poco a poco toda organización. Seguramente las nuevas normas administrativas habrán tenido ya en cuenta esa eventualidad: el acto repentino requiere una larga vigilancia, una actividad a largo plazo.- Una de las formas de desgaste de esta medida es la de la alusión a la falta de engranaje con la vida urbana: el relojero del Gobierno -quien sea- habrá de tenerla en cuenta.

La otra forma de desgaste es la de la impuntualidad, que es una cuestión paralela. Se ha convertido en un hábito. Hay incluso actos relativamente oficiales en cuya invitación se lee: "Se ruega puntualidad", y comienzan media hora después. Está la impuntualidad del que acude, y la impuntualidad del que recibe. La hora de cita del médico, del abogado, del dentista es siempre una extraordinaria incógnita. Cuando se les reprocha, suelen responder que tienen que dar hora a dos o tres personas al mismo tiempo contando con que una o dos de ellas no aparecerán, ni siquiera darán aviso. Ahora que tanto se afina en el tiempo de prestación de servicios sería interesante hacer una investigación de las largas horas perdidas en las salas que se llaman justamente de espera. Son impuntuales los trenes, los aviones, los novios, los artesanos. Un español puede pasarse varios días inmovilizado esperando la visita de un fontanero, que quizá esté inmovilizado a su vez esperando la del electricista, que estará esperando... Formamos así una cadena de millones de habitantes que nos esperamos unos a otros. El desgraciado que tenga la obsesión de la puntualidad, porque haya vivido en el extranjero o por cualquier otra malformación moral, vive en España una vida de ansiedad y desasosiego que no se compensa con nada. Si se une su estupor por las citas -cenas, entrevistas, estrenos de teatro- anuladas a última hora, se le tendrá más allá de los límites permitidos de la neurosis.

Este monstruo que nos devora desde el pasado ha ido en crecimiento en los últimos tiempos. Se ha mezclado tontamente con una noción de libertad, de falta de compromiso, de soberanía sobre uno mismo. Hay quien cree que es una muestra de democracia. Lo es, sobre todo, de mala educación.

Con este inmenso Saturno se enfrentan las nuevas, y sin duda oportunas, disposiciones. Tienen que ver la forma de llegar mucho más allá de la alborada del funcionario. Autoritaria y persuasivamente, dando su propio ejemplo, influyendo sobre los sectores privados, buscando motivaciones, explicando incansablemente las razones, los relojeros del Gobierno tendrían que entrar en toda la vida nacional, buscar la forma de maquinaria sincrónica que trabaja suavemente en otros países sin que nadie se sienta herido en su hidalguía y en su libertad.

Quizá, si se consigue, se borre una característica española. Un vicio, o una cadena de vicios, por los que nos íbamos deslizando hacia el Tercer Mundo, al que le sobra tiempo y lo invierte en meditaciones trascendentales o silencios de guru.

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