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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un acuerdo necesario

EL ACUERDO entre las organizaciones empresariales y las centrales sindicales para establecer las condiciones generales de la negociación colectiva durante 1983 tiene hoy su última oportunidad de llegar a buen puerto. Si las conversaciones se rompen, es de temer que, a diferencia de años anteriores, patronos y trabajadores no puedan disponer de puntos de referencia para fijar las remuneraciones salariales de los más de 3.000 mil convenios pendientes de discusión. Durante su entrevista con Ferrer Salat, presidente de la CEOE, y Nicolás Redondo, secretario general de UGT, Felipe González reiteró la actitud del Gobierno de apoyar la política de concertación, y no de enfrentamiento, con los agentes económicos y sociales. Ahora bien, la postura de respetar la autonomía de las partes, totalmente coherente con los principios del pluralismo democrático, no justifica el silencio del Poder Ejecutivo, a propósito de los salarios en las empresas públicas y de los sueldos de los funcionarios, que podrían haber servido de referencia a los negociadores del sector privado. El anuncio hecho ayer por el ministro de Economía y Hacienda del cuadro macroeconómico del Gobierno para 1983 remedia sólo parcialmente esa omisión.Los primeros años de democracia habituaron a los españoles a un consenso en las relaciones laborales que permitió acuerdos de guante blanco, en vez de peleas encarnizadas, en la negociación de los convenios sectoriales o de empresa. Cabe temer que ese período de tranquilidad y buenas maneras haya malacostumbrado a empresarios y trabajadores hasta el punto de hacerles olvidar los inconvenientes comunes que pueden derivarse de una pugna frontal que se desarrollaría en circunstancias financieras sumamente delicadas para las empresas y nada favorables para la conflictividad de los trabajadores. La etapa en que la combatividad obrera se traducía de forma casi automática en subidas salariales y ventajas contractuales llegó temporalmente a su fin con la crisis de los setenta. La sobreacumulación de stocks y la escasa presión de una demanda mortecina suelen permitir a muchos empresarios desear incluso la eventualidad de unas huelgas que, en los años anteriores a la crisis, se habrían traducido en seguras disminuciones de las ganancias. De otro lado, las empresas más saneadas y competivas del horizonte español, en muchos casos con excelente posibilidades exportadoras, podrían ver amenazada su situación si los conflictos en torno a cuestiones salariales volvieran a librarse sin reglas de juego.

El resultado podría combinar lo peor de todos los mundos posibles. Mientras los sectores obreros más desprotegidos se encontrarían incapacitados para defender su poder adquisitivo frente a una patronal dispuesta a dictar sus condiciones, la competitividad exterior de la economía española quedaría seriamente amenazada en el indeseable supuesto de que las empresas de punta tuvieran que enfrentarse a severos conflictos laborales cuyo desenlace fuera la firma de convenios que implicaran subidas salariales excesivas para la actual situación económica de nuestro país. De añadidura, esa crispada negociación, carente de puntos de referencia globales y realizada por unas centrales debilitadas y unas empresas atemorizadas ante el espectro de la quiebra, tendría lugar en la precampaña de las elecciones municipales y podría dar lugar a la politización de los conflictos, auspiciados en unos casos por empresarios deseosos de caldear el ambiente con huelgas de difícil salida y en otros por los sindicatos -en especial por CC OO- con intereses distintos a los del partido en el Gobierno.

En cierto sentido se diría que las organizaciones empresariales y las centrales sindicales están sucumbiendo a ese vértigo que, según Roger Caillois, conduce a las naciones al abismo de la guerra después de un largo período de paz. Tras la aparente frialdad con la que sindicatos y patronal parecen contemplar la posibilidad de una ruptura de las negociaciones, cabe adivinar la actitud del jugador de póker que apuesta de farol para intimidar al adversario y convencerle de la debilidad de su posición. El riesgo, no obstante, es que la partida termine en una monumental pelea que rompa la baraja, ponga la mesa patas arriba y perjudique a prácticamente todos los sectores. Tan sólo las pequeñas empresas en las que los trabajadores no sindicados se resignasen a su suerte o las compañías mas competitivas y rentables capaces de pagar salarios altos podrían salir comparativamente bien libradas de ese naufragio colectivo, que abriría una nueva etapa de deterioro en el proceso de ajuste de la economía española a las nuevas condiciones internacionales.

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La historia, desgraciadamente, tiene precedentes. La consecuencia del fracaso final de los Pactos de la Moncloa fue un grave retroceso para la reestructuración de nuestra economía frente a la crisis. Si ese mismo efecto perverso se volviera a producir en 1983, cuando el tiempo perdido es ya casi escandaloso y la lucha para tomar ventajas en la carrera hacia un nuevo esquema económico internacional está tomando visos de enorme dureza, no sólo el proyecto de regeneración del país anunciado por el gobierno socialista se vería amenazado sino que, además, todas las partes involucradas en la negociación padecerían las consecuencias. A la vista de los perjuicios que supondría para toda la sociedad española la ruptura de las negociaciones en curso, sería inadmisible que el acuerdo no llegara a firmarse por la discrepancia en un punto, por arriba o por abajo, en la banda salarial, ya que las empresas suelen aplicar, en la vida real, una flexibilidad para la negociación que rara vez se ajusta milimétricamente a los extremos de las bandas acordadas. La experiencia del AMI y del ANE enseña que los convenios pueden producir un deslizamiento al alza de los salarios allí donde las condiciones lo permiten. Por el contrario, y con la consabida excepción de los sectores muy combativos o de las empresas muy saneadas, el incremento de salarios para 1983 se situaría probablemente, caso de no firmarse un acuerdo global, en la parte inferior de la banda que ahora se negocia, dada la necesidad de añadir el resto de los costos laborales (Seguridad Social, reducción de la jornada, impuestos) que el empresario evalúa en su práctica diaria.

En estas delicadas circunstancias, sólo cabe pedir responsabilidad a las partes negociadoras y confiar en que el sentido común, la conciencia de los propios límites y la capacidad para ponerse en el lugar del contrincante termine sobreponiéndose al maximalismo doctrinario, a la prepotencia arrogante y al deseo de humillar al adversario. Porque nadie debería olvidar, además, que la solidaridad práctica con los dos millones y pico de españoles parados y la defensa de los puestos de trabajo existentes constituyen, en este momento, el principal problema social de nuestra convivencia democrática.

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