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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El presidente del Gobierno, en televisión

EN CONTRASTE con las tribulaciones ocurridas en los últimos días en Prado del Rey, la entrevista del presidente del Gobierno con Ramón Colom ha servido para mostrar que Televisión puede ser, a poco que sus directivos se lo propongan, un medio de comunicación del que los españoles no tengan obligatoriamente que avergonzarse. Es cierto que Felipe González tendrá que afrontar, en el futuro, conferencias de Prensa en las que periodistas de medios privados le sometan al fuego cruzado de sus preguntas. Su afirmación de que está dispuesto a correr el riesgo de quemarse como presidente del Gobierno antes que hurtar información a los ciudadanos equivale a la promesa de que sus comparecencias públicas serán razonablemente frecuentes. Así pues, el espacio televisivo de anoche no fue el simulacro de una de esas conferencias de Prensa que le aguardan en el futuro a Felipe González, sino una entrevista, con sustantividad propia, que el monopolio estatal tenía derecho a realizar y que no puede ser criticada con el argumento de que no cumplía las funciones -distintas- de otras formas -también distintas- de diálogo con periodistas.Es tan consistente la imagen de sinceridad y honestidad transmitida por el presidente del Gobierno que ni siquiera la pesadilla producida esta semana por la indigestión comunicativa de algunos altos directivos de Prado del Rey hizo dudar a los espectadores de que la entrevista se realizaba a cuerpo limpio y sin cuestionario negociado, tal y como era norma fija de anteriores jefes del Ejecutivo. El presidente del Gobierno no rehuyó ninguna de las preguntas que le fueron formuladas por Ramón Colom ni se salió por la tangente o se perdió en vericuetos a la hora de contestarlas. Los críticos del actual Gobierno lamentarán probablemente que el entrevistador no formulara cuestiones más comprometidas, pero, como ya hemos señalado, tiempo habrá para que los periodistas en las ruedas de Prensa y, sobre todo, los diputados de la oposición en el Congreso puedan dirigirle preguntas a cara de perro.

Creemos que la valoración detallada y a fondo de las respuestas del Presidente del Gobierno a lo largo de la media hora larga de entrevista resultaría inadecuada. La campaña electoral y el debate de investidura, que permitieron a Felipe González exponer sus ideas sobre casi todas las cuestiones ayer examinadas, están demasiado próximos; y el período de permanencia en el palacio de la Moncloa -cincuenta días- tampoco justificaría un cambio sustancial en sus planteamientos. Las alarmantes cifras del déficit presupuestario -al que Ramón Colom pareció confundir con la deuda pública-, el terrorismo en el País Vasco (que le dio ocasión para elogiar la labor del ministro Rosón), la batalla por la paz, la perspectiva de una Europa desnuclearizada, la integración de España en Europa, el síndrome tóxico y la articulación entre la lucha contra el paro y la contención de la inflación ocuparon buena parte de sus contestaciones. Especial atención merece la aclaración realizada por Felipe González de que la elevación de la contribución rústica y el régimen de incompatibilidades, medidas puestas en marcha por el nuevo Gobierno, son herencia legal de la anterior mayoría parlamentaria.

El presidente del Gobierno subrayó, como de costumbre, las dimensiones morales de su discurso político, tanto al ocuparse de las incompatibilidades como al referirse al fraude fiscal y a la solidaridad en la lucha contra el desempleo. Su insistencia en los componentes éticos de su concepción de la vida pública y en la necesidad de moralizar los comportamientos de los españoles no parece, en modo alguno, una cláusula retórica ni un recurso expresivo. La esperanza de los ciudadanos es que todos los altos cargos de la Administración crean también en la profunda sinceridad de sus palabras y no tomen, cínicamente, a Felipe González como el parapeto de honestidad, veracidad y elevadas motivaciones tras el cual puedan entregarse cómodamente a comportamientos fraudulentos, mentirosos o sórdidamente particularistas.

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La alusión del presidente del Gobierno a que la pérdida del empleo de los periodistas debe equipararse a la pérdida del empleo de cualesquiera otros trabajadores se sitúa en la misma elogiosa línea de rechazo de los corporativismos que se desprendió de otras respuestas en las que entró en juego la idea de la solidaridad colectiva. Felipe González tampoco confundió, como parece ser la tónica reinante en sus alrededores, los problemas de los periodistas, en tanto que profesionales, con las cuestiones relacionadas con la libertad de expresión, y dio una magnífica lección al comprometerse a no interferir en los medios de comunicación, al exhortar a sus subordinados a seguir su ejemplo y al dar por sentado que los Gobiernos necesitan una crítica seria y rigurosa de sus actos.

No obstante, esta comparecencia pública del presidente del Gobierno estaba rodeada de una expectación exagerada, y sus respuestas no desvelaron hechos o herencias de Administraciones anteriores capaces de sobrecoger el ánimo de fin de semana de los ciudadanos. Sin embargo, la sinceridad y la forma directa y sencilla de su intervención sirvieron para situar a los españoles más cerca de sus problemas, sus inquietudes y sus esperanzas colectivas. Precisamente por eso, porque este presidente afirma que no le importa quemarse en el cargo, estas declaraciones de buenos propósitos adquieren significación política sustantiva cuando son continuadas por actos de Gobierno concretos que demuestran sin titubeos que a las palabras les suceden los hechos. Esta es la responsabilidad del Gabinete del presidente Felipe González.

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